«Conforme avanzaba el día y la luz azulada del amanecer tomaba los tintes rosados y calientes de la mañana, aumentaba en las calles el ronquido estrepitoso de los tambores, el toque de cornetas y las marciales marchas de las músicas, como si un ejército invadiese el Cabañal.
Las collas se habían reunido, y en filas de a cuatro marchaban tiesos, solemnes y admirados como vencedores. Iban a la casa de sus capitanes para recoger las banderas que ondeaban en el tejado, fúnebres estandartes de terciopelo negro que ostentaban bordados los horripilantes atributos de la Pasión.
El Retor era por herencia capitán de los judíos, y todavía de noche saltó de la cama para embutirse en el hermoso traje guardado en el arcón durante el resto del año y considerado por toda la familia como el tesoro de la casa.
¡Válgale Dios y qué angustias pasaba el pobre Retor, cada año más rechoncho y fornido, para embutirse en la apretada malla de algodón!
Su mujer, en ropas menores, al aire la exuberante pechuga, zarandeábale tirando de un lado, apretando por otro, para ajustar dentro del mallón las cortas piernas y el vientre de su Retor, mientras que Pascualet, sentado en la cama, miraba con asombro a su padre, como si no le reconociera con aquel casco de indio bravo erizado de plumajes y el terrible sable de caballería que al menor movimiento chocaba contra los muebles y rincones, produciendo un estrépito de mil diablos.
Por fin terminó el penoso tocado. Algo mal estaba, pero ya era hora de acabar. Las ropas interiores, arrolladas por la opresión de la malla, apelotonábanse, y las piernas del judío parecían plagadas de tumores; apretábale el vientre el maldito calzón hasta hacerle palidecer; la celada, por exceso de engrase, le caía sobre el rostro, lastimándole la nariz; pero ¡la dignidad ante todo! y tirando del sablote e imitando con voz sonora el redoble del tambor, púsose a dar majestuosas zancadas por la habitación, como si su hijo fuese un príncipe á quien hacía guardia.
Dolores le miraba con sus ojos dorados y misteriosos ir de un lado a otro como un oso enjaulado. Tentábanla a la risa las piernas tortuosas; pero no; mejor estaba vestido así que cuando volvía a casa por la noche con el traje alquitranado y el aire de una bestia abrumada por el cansancio».
Flor de Mayo
Vicente Blasco Ibáñez
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