sábado, 30 de junio de 2018

Iban todos a comerse una paella en el camino de Burjasot

«Aquello era una fiesta importantísima, digna de que la voceasen por la noche los vendedores de La Correspondencia a falta de «¡El crimen de hoy!». 

Iban todos a comerse una paella en el camino de Burjasot para solemnizar dignamente las paces entre los Bandullos y Pepet . 

Los hombres cuanto más hombres, más serios para ganarse la vida».

Guapeza valenciana. Cuentos valencianos

Vicente Blasco Ibáñez


Fábrica de tejidos de seda de Francisco Miralles

https://www.centred-estudislocalsdeburjassot.es/

viernes, 29 de junio de 2018

Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera

«Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecía un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios. 

¡Qué derroche de cera! Bien se conocía que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual había costeado la carrera del chico».

Noche de bodas. Cuentos valenciamos

Vicente Blasco Ibáñez


Plaza de Benimaclet

ttps://adarch.es/

miércoles, 27 de junio de 2018

Fue aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta

«Fue aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta. 

No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tío Nelo, conocido por el Bollo . 

Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecía un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios. 

¡Qué derroche de cera! Bien se conocía que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual había costeado la carrera del chico».

Noche de bodas. Cuentos valencianos

Vicente Blasco Ibáñez


Benimaclet

Mundo Gráfico. 10 de febrero de 1932

martes, 26 de junio de 2018

lunes, 25 de junio de 2018

Erguido y triunfalmente, siguió el camino de la cárcel

«Salió de la calle con los brazos atados sobre la espalda y la blusa encima, la innoble cara llena de arañazos, hablando con su escolta de municipales, satisfecho en el fondo de que la gente se agolpase a su paso, como en la mirada de un personaje. 

Cuando pasó ante el cafetín saludó con altivez a sus amigotes, que, asombrados, como si no hubiesen presenciado el suceso, le preguntaban qué había hecho. 

—¡Res: coses d'homens!

Y contento con su suerte, erguido y triunfalmente, siguió el camino de la cárcel, acogiendo el infeliz las miradas de la curiosidad con la prosopopeya de la estupidez satisfecha».

Cosas de hombres. Cuentos valencianos

Vicente Blasco Ibáñez


Penitenciaría de San Miguel de los Reyes

Estampa. 30 de junio de 1934

domingo, 24 de junio de 2018

El calor arrojaba a las familias en medio de la calle

«En las noches de verano cuando el calor arrojaba a las familias en medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas servidas sobre mesitas de zapatero, la gente veía pasar al celoso chiquillo, recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de melodrama».

¡Cosas de hombres!. Cuentos valencianos

Vicente Blasco Ibáñez


Calle Pavía. 1968

Todocolección

sábado, 23 de junio de 2018

La Noche de San Juan

La Noche de San Juan

«La pequeña plaza del Villorrio apenas si podía contener aquella abigarrada multitud que se mantenía a poca distancia de la colosal hoguera que ardía en el centro.

Los puntiagudos o achatados tejados de las casas que limitaban aquel recinto se destacaban sobre el iluminado cielo, y los robuistos marcos del castillo que se asentaba en la cumbre del vecino monte, váyanse bañados `por la luz de la luna que tan pronto era velada por negros nubarrones que corrían veloces por el cielo, como volvía a aparecer tras ellos melancólicamente esplendorosa.

Rústicos villanos de rostros atezados, viejos ballesteros de fiera catadura, apuestas doncellas vestidas con sallas de chillones colores y muchachos inquietos y alborotados junto con mujeres parlanchinas y ancianos murmuradores, eran los elementos que componían aquel hormiguero humano que se estrujaba produciendo un incesante murmullo, junto a las rojas e inquietas llamas.

Los sucios sayos y los mugrientos birretes, junto a las blasonadas dalmáticas y a las gorras con airosas plumas, los nudosos garrotes tropezando con las conteras de las largas espadas y los míseros vasallos del castillo confundidos fraternalmente con los vistosos servidores del señor; tal era el magnífico y particular golpe de vista que presentaba aquel año la plaza del villorrio en la noche de San Juan.

Montado cual otro baco sobre un regular tonel, del cual llenaban grandes jarros no pocos concurrentes, veíase un hombrecillo de cuerpo imperfecto y de rostro burlesco y apicarado, el cual era una especie de miserable cantor nómada, con más de bufón o de juglar que de consumado trovador.


Los mozos del lugarejo le asediaban pidiéndole alguna gracia o chiste de color algo subido, y el hombrecillo correspondía de tal modo a aquellas excitaciones, que las muchachas cada instante se veían obligadas a fingir que se tapaban los oídos mientras sus mejillas se coloreaban como amapolas.

Entre todo el grupo femenil, que por estar más cercano al bufón sufría continuamente sus desvergüenzas, destacábase una joven, cuyo rostro, por lo hermoso, desdecía de las vulgares caras de sus rústicas compañeras.

Llamábase Engracia y era hija de un escudero del cercano castillo, muerto hacía ya bastantes años en una algarada contra los moros.

A causa de esto último, tanto ella como su madre eran muy estimadas por todos los vecinos del lugarejo, que se consideraban con el deber de protegerlas contra las brutales asechanzas de los servidores del castillo.


San Juan en la Playa de La Malvarrosa. Años 80

?

Engracia, como era de esperar, atendiendo a su hermosura y edad, amaba y era amada de un gallardo mancebo que por su porte y gentileza más parecía propio para vestir la guerrera cota, que para dedicarse a las rudas tareas del campo.

Confundido entre un bullicioso grupo de mozuelos, la contemplaba a poca distancia, y entre los dos se cruzaban un sinnúmero de miradas amorosas que equivalían a un mundo de frases apasionadas.

Aquellas miradas pasaban desapercibidas para todos, pues la plazuela solo se pensaba en gritar, beber y divertirse, del modo más en consonancia con el carácter de cada uno.

De pronto en uno de los extremos de la plaza oyéronse desaforados gritos y rumores de pelea, acompañados por esas oscilaciones con que siempre se agita a la muchedumbre en casos semejantes.

Emotivo de aquel tumulto era una pendencia (que muy pronto terminó), entre unos cuantos villanos y algunos pajes y ballesteros que, beodos, pretendieron llevarse tres buenas mozas, ante los ojos de sus padres y hermanos.

-Esto es escandalosos- dijeron muchos así que terminó la reyerta. ?La audacia de los del castillo crece demasiado-.

-La culpa- dijo una vieja que estaba junto a Engracia no la tiene otro que nuestro señor Don Sancho que tales desmanes permite-.

-Bueno está Don Sancho- murmuró un mocetón, -como sí el mismo no fuese quien con sus maldades alienta a sus servidores-.

-Desdichada la familia que el señor fija sus ojos para bien o para mal- volvió a decir la vieja, mirando intencionadamente a Engracia y su amante-.

-Pues desdichado de Don Sancho si para mal se mezcláse con quien yo sé- contestó con voz enérgica este último-.

Y apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando muchos dijeron en voz baja:

-Calla por Dios, Juan. Por ahí cerca andan servidores de Don Sancho y nada bueno puede sucederte si ellos te oyen-.


Playa de La Malvarrosa

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Y tras esto todos callaron, comprendiendo el peligroso giro que había tomado la conversación.

Pero el juglar no dejó reinar el silencio por mucho tiempo.

Primero cantó algunos romances, tan burdos como desentonados; luego hizo varios juegos y equilibrios que llamaron la atención de los circunstantes, a pesar de serles muy conocidos, y por fin, deseoso de excitar la curiosidad de todo el auditorio, anunció que en aquel momento, dos viejas del lugarejo, tenidas en opinión de hechiceras, se disponían a asistir al aquelarre que todos los años, en noche como aquella, se celebraba en el barranco situado a espaladas del castillo, cuando la campana de este anunciaba la segunda vigilia, o sea las doce de la noche.

Así que hubo acabado de decir esto, algunos circunstantes que eran parientes o allegados de las viejas mencionadas le amenazaron, y poniendo el grito en el cielo, procuraron protestar de tales noticias y afirmaciones.

Pero la mayor parte de los presentes apoyaron al juglar y defendieron la opinión que este tenía formada de tales viejas, a quienes todos calificaban de brujas, y por consecuencia la causa y principio de los numerosos males que les afligían.

Y no hubo ninguno que no sacase a relucir su correspondiente motivo para odiarlas.

A este le habían muerto un hijo pequeño; aquél, según propia afirmación, le habían despojado con sus sortilegios de dos mulas como dos castillos; al otro le habían hecho perder la paz que reinaba en su casa, y todos presentaban la larga lista de daños, obra de aquellas mujeres, mientras que los que por éstas se interesaban daban voces poniendo a Dios y a los santos por terstigos de la verdad de sus palabras y de la inocencia de las acusadas.

Poco a poco la cuestión fue agriándose, y comenzaron a cruzarse entre los bandos palabras amenazadoras, hasta que por fin, comprendiendo los ofendidos por el juglar que éste era el culpable de todas aquellas desavenencias, arremetieron contra él y le hicieron bajar del tonel, entre un verdadero diluvio de puñadas y estacazos que le arrancaron doloridos aullidos.

Entonces comenzó a reinar en la plaza un desorden indescriptible.


Playa de La Malvarrosa

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Algunos ballesteros del castillo, por odio a los villanos, salieron a la defensa del hombrecillo y la emprendieron a cintarazos con los aporreadores, mientras que las mujeres, chillando y corriendo, procuraban apartar de la pelea a los de sus familia.

Ante los golpes de los del castillo todos los habitantes del villorrio hicieron causa común con los parientes de las supuestas brujas, y aquello en pocos momentos fue un verdadero campo de Agramente.

Los barrotes y las espadas chocaron sin cesar; algunos rodaron por el suelo fuertemente abrazados, y más de un combatiente, impulsado por vigoroso brazo fue a caer de bruces sobre la hoguera, levantándose después con los pelos y los vestidos completamente chamuscados.

Afortunadamente allá arriba en el castillo sonaron de pronto dos vibrantes campanadas anunciando la segunda vigilia, y al momento se oyó gritar: -¡las brujas! ¡ya están ahí las brujas!

Y como si este grito fuese la señal de dispersión, todos emprendieron la fuga con el temor de que la tropa fantástica sembrase la muerte al ir atravesando los aires.

Momentos después la plaza estaba completamente solitaria, y en el centro de ella seguía ardiendo la hoguera cada vez con más débiles llamas.


Revista Impresiones

Cortesía de José Navarro Escrich

No faltaron algunos que al escapar, hostigados por la curiosidad, levantaron la cabeza y vieron como empuñaban el claro disco de la luna un sinnúmero de fantásticos y vaporosos seres que, montados en cabalgaduras horribles al par que grotescas, corrían desaforadas por el cielo.

Pero bueno será advertir que un hombre de nuestros días sólo hubiera visto en aquellas figuras sobrenaturales un conjunto de nubes que velaban el astro de la noche; que los vecinos del lugarejo, como hijos de la Edad Media e infiltrados de su espíritu, tenían el privilegio de ver las cosas de muy diferente manera que nosotros

Engracia y su medre fueron de las primeras que salieron de la plaza cuando en la campana del castillo sonó la segunda vigilia.

La hermosa joven, momentos antes de escapar, vió desde el rincón en que se había refugiado al principio de la pelea, como su amado Juan se batía con los ballesteros.

Inútil será pintar el temor que su alma albergaría, mientras con incierto paso caminaba al lado de su madre.

Pronto llegaron a su casa, que estaba situada en una estrecha callejuela, cercana al lugar de la contienda.

Así que penetraron en ella, la madre de Engracia se acostó, pues no era amiga de trasnochar y la joven, abriendo la pequeña reja que daba luz a su estancia, apoyóse en el alfeizar y esperó.

Escusado será decir que el esperado era Juan.

A pesar de l apacible aspecto que presentaba la noche y de la calma que reinaba en toda la naturaleza, la enamorada joven no pudo evitar que de ella se apoderase un miedo terrible a los pocos instantes de permanecer en la reja.

En su imaginación estaban grabadas aquellas palabras que el juglar anunciando que en el barranco del castillo celebran las brujas aquella noche su aquelarre.

De un momento a otro, parecíale que la callejuela íbase a llenar de bulliciosos duendes e infernales gatos, que fieramente la despedazarían, y no se atrevía a levantar la vista al cielo, temerosa de ver en él la cara del diablo, agrandada gigantescamente y horrorizándola con una infernal y espeluznante mueca.


Playa de La Malvarrosa

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En las sombras que las casas proyectaban sobre los espacios alumbrados por la luna, su imaginación comenzaba a hacerla ver un enjambre de seres diminutos y feos, verdaderos abortos del infierno, rebulléndose en infernal concierto con monstruos de mirada de fuego y repugnante catadura.

Y veía como volando por el cielo un compacto escuadrón que venían a posarse en los tejados todas las brujas reunidas en el barranco, y la amenazaban con sus escobas y sus uñas; y hasta le parecía sentir sobre su cuerpo el contacto frío y viscoso de enormes serpientes que enrollándose en espiral amenazaban ahogarla.

Y tan pronto su corazón cesaba de latir como derramaba tumultuosamente la sangre por todas las venas de su cuerpo, y sentía vértigo y cerraba sus ojos a impulsos del desvanecimiento, hasta que afortunadamente, cesaron sus temores y sus fantásticas visiones con la aparición de un hombre en uno de los extremos de la callejuela, y el cual no era otro que Juan.

Momentos después el apuesto joven estaba junto a la verja contemplando a su amada con mirada ardiente, y diciéndole con acento cariñoso:

-¿Has aguardado mucho, amada mía?

-Muy poco. Pero he tenido bastante miedo antes de que tú vinieras.
-¡miedo! ¿A quién?

-A las brujas. ¿No sabes tú que noches como esta andan sueltas por el mundo? ?dijo Engracia con encantadora candidez.


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-¡Vah! Ni las brujas ni el diablo tienen por qué meterse con nosotros. A alguien que no son ellas es a quién debemos temer.

-Dices bien -murmuró la joven con tristeza.

-¿Te ha hablado, acaso, otra vez Don Sancho?

-Le encontré esta mañana y ha vuelto a decirme lo mismo.

-¡Ah, miserable! ?rugió el mancebo. -¿Y tú?...

-Yo le contesté como siempre, con mi desprecio; y al escucharme él lanzó por su boca tal cúmulo de amenazas, que quedé horrorizada.

-¿Y no recuerdas lo que dijo?

-Creo que sí. Dijo que ya sabía como yo andaba en amoríos con un vasallo suyo, pero que él buscaría la manera de escarmentarle y hacerle comprender que un villano no debe ser nunca el rival del señor.

-¡Infame! ¿Y no dijo más?

-Sí; aseguró que su venganza no dejaría de llevarse a cabo esta misma noche. ¡Con que ya ves, Juan mío, que tu vida está en peligro si permaneces aquí! Márchate, pues de lo contrario ¡quién sabe si morirías bajo esta misma reja, víctima del furor de Don Sancho!

-¡Marcharme! ¿Me crees tú capaz de ello? ¡No Engracia, no me propongas tal cosa! ¡Qué venga Don Sancho cuando quiera, pues aunque humilde villano, tengo tanto o más valor que los señores que lucen blasón en su armadura!

-Pero, ¿Y si viene acompañado de algunos de sus fieros servidores?

-No me dan cuidado sus espadas. Hace poco tiempo que en la plaza he descalabrado alguno de ellos, a pesar de su larga tizona.

-¿Y no te han herido?

-No, amada mía. No son esos miserables lebreles del castillo los que pueden con este brazo que Dios me ha deparado.

-¡Y tú, Engracia mía! Contestó el mancebo en igual tono ¡Tan hermosa como buena!

¿Qué me importan las amenazas de Don Sancho, si por ellas no he estar menos tiempo junto a ti? ¡Si supieras cuánto te amo!

Al llegar a este punto, la amorosa conversación tomó el carácter peculiar de siempre.

Los dos jóvenes olvidándose de las amenazas del castellano y hasta del mundo entero, y comenzaron a decirse esas frases dulces, nimias y triviales que entre enamorados siempre tienen un especial encanto, y que aquí dejamos de consignar en gracia al lector, por que suponemos que iguales o parecidas habrán salido de labios, bien en el presente, bien en el pasado.

Y, por lo mismo pasaremos por alto las ternezas que se prodigaron Engracia y Juan; más no por esto dejaremos de decir que las miradas fuéronse haciendo cada vez más intensas, y que el apuesto joven, sin duda a impulsos de la pasión, apoyó su ardorosa frente sobre los hierros de la reja?..

Las manos se buscaron entre los barrotes de aquélla, y, al encontrase, se trasmitieron esa especie de electricidad amorosa que nace del corazón; los cabellos que orlaban ambas frentes se confundieron, lo mismo que los alientos; las bocas se juntaron, y en el silencio de la noche oyese ese débil chasquido, igual en su sonido a las mejores armonías de la naturaleza, y que siempre delata un beso.

Ella se ruborizó hasta los ojos y bajo la cabeza, no sin antes dirigir a su amante doncel una mirada tan llena de reproches como de amor.

Juan permaneció inmóvil, contemplándola con ojos de fuego y sin querer soltar las manos de Engracia, que oprimía a través de los hierros de la reja.

Y de esta manera permanecieron los dos amantes largo rato, hasta que, por fin, sacóle de su abstracción un rumor de pasos, que resonó al extremo de la callejuela.

Por una de las bocas de ésta acababa de aparecer algunos hombres envueltos en parduscos mantos, bajo los cuales brillaban las conteras de largas espadas.

Rápidamente fuéronse acercando a la reja que ocupaban los dos jóvenes, mientras Engracia decía con acento angustiado:

-¡Dios mío! ¡Ya me lo decía el corazón! ¡Esos que se acercan no son otros que Don Sancho y sus servidores! ¡Huye, Juan mío, huye; pues de lo contrario sólo Dios sabe lo que será de ti!

-Sean quienes sean, pienso obedecerte. Cierra la reja, Engracia, y hasta mañana.

¡Adiós, amada mía!


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Y, esto diciendo, el mancebo, que conocía lo vacilante que estaba Engracia entre cerrar o quedarse en la reja, empujó él mismo, a través de los hierros, las ventanas de ésta, que con mano trémula cerró la hermosa joven.

Apenas ésta hizo tal cosa, quedó envuelta en la profunda obscuridad que reinaba en su estancia, y, con el oído atento, púsose a escuchar, presa de un terror indescriptible.

Nada, absolutamente nada oyó Engracia, ni aún después de pasado algún tiempo. Parecía como aquellos embozados no eran otra cosa que ilusiones de su fantasía, y que Juan se había marchado al verse solo en la callejuela.

Sin embargo, su corazón del anunciaba algo terrible y horripilante que la hacía estremecer de miedo. Sus ojos buscaban en la oscuridad aquella ventana, a poco cerrada por ella y aún pretendía atravesar las maderas con sus miradas, como si fueran de cristal, para poder ver lo que en la calle sucediese. Ni el más débil ruido turbaba el profundo silencio de la noche.

Solamente percibía Engracia la acompasada respiración de su madre, que dormía al otro extremo de la pequeña casa, y, a lo lejos, los furiosos latidos de los perros que guardaban muchas puertas del lugarejo. La ansiedad y el terror de la joven rayaban en lo inmenso.

De un momento a otro parecíale que iba a escuchar un grito de agonía de Juan y la satánica carcajada de Don Sancho.

En aquellos instantes Engracia ya no temía a las brujas y al diablo, ni sentía miedo de permanecer despierta y a obscuras en el centro de la estancia. La muerte de su amante era lo único que la preocupaba. Pero el tiempo iba pasando rápidamente, sin que ella escuchase nada capaz de justificar sus temores. A pesar de esto, su fiel corazón le seguía presagiando una gran desgracia, y sentía sobre su alma un peso que la ahogaba por momentos. Varias veces intentó acercarse a la reja para abrir sus ventanas, pero un temor invencible o una fuerza oculta retenían sus pies inmóviles sobre el suelo. 

Engracia, en aquellos instantes, tenía la voluntad supeditada por completo al terror. Y éste, aunque verdaderamente sin causa, fue amontonando sobre su pecho un mundo de dolor que sofocaba e impedía por momentos su respiración.

Afortunadamente desbordase fuera del pecho, y subió hasta los ojos de la joven, que, arrojándose sobre el frío suelo púsose a llorar continua y silenciosamente.


Playa de La Malvarrosa

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El tiempo, que siempre transcurre indiferente a dolores o dichas pasó tan rápido como siempre, y cuando Engracia vino a salir de aquella postración nerviosa en que se había sumido, vio cómo las rendijas de la cerrada reja comenzaba a penetrar la mortecina luz del alba.

La joven levantóse del suelo en que había estado tendida toda la noche, y con paso débil y vacilante acercase a la ventana, cuyas maderas abrió con mano febril y trémula. Apenas la brisa de la mañana penetro por ella y Engracia asomó su calenturienta cabeza, cuando un grito de horror se escapó de sus labios.

En aquel mismo instante un hombre, vestido con rico traje de caballero, apareció cerca del lugar que ocupaba la joven.

Era Don Sancho, el señor del castillo.

-Hermosa villana- gritó con voz sarcástica en la noche de San Juan es costumbre colocar frescos ramos de flores en las ventanas de las jóvenes. ¡Mira con el que yo te obsequio!

Y, al decir esto, el infame caballero señaló la reja que ocupaba 

Engracia, de cuyos últimos hierros y con los pies cercanos al suelo, pendía un lívido cadáver, con las ropas en desorden, y que el viento de la mañana mecía compasadamente.

Aquel cadáver era el del infeliz Juan».

Fantasías. (Leyendas y tradiciones)

Vicente Blasco Ibáñez

jueves, 21 de junio de 2018

De la cosecha de la naranja

«El diputado se detuvo en la entrada de la calle donde estaba el Casino. Hasta él llegaba el rumor de la concurrencia, mayor que otros días, con motivo de su llegada. ¿Qué iba a hacer allí? Hablar de los asuntos del distrito, de la cosecha de la naranja o de las riñas de gallos, describirles cómo era el jefe del gobierno y el carácter de cada ministro. Pensó con cierta inquietud en don Andrés, aquel Mentor que por recomendación de su madre, si se despegaba de él alguna vez, era para seguirle de lejos… Pero, ¡bah!, que le esperasen en el Casino. Tiempo le quedaba en toda la tarde para abismarse en aquel salón lleno de humo, donde todos al verle se abalanzarían a él mareándole con sus preguntas y confidencias».

Entre naranjos

Vicente Blasco Ibáñez


Almacén de naranjas

Todocolección

martes, 19 de junio de 2018

Envuelto en una vieja capa, que llevaba hasta en primavera

«No podía haber encontrado Barret peor amo. Gozaba en toda la huerta una fama detestable, pues rara era la partida de ella donde no tuviese tierras. Todas las tardes, envuelto en una vieja capa, que llevaba hasta en primavera, con aspecto sórdido de mendigo y gestos hostiles que dejaba a su espalda, iba por las sendas visitando a los colonos. Era la tenacidad del avaro que desea estar en contacto a todas horas con sus propiedades, la pegajosidad del usurero que siempre tiene cuentas pendientes que arreglar. 

Los perros ladraban al verle de lejos, como si se aproximase la muerte, los niños le miraban enfurruñados; los hombres se escondían para evitar penosas excusas, y las mujeres salían a la puerta de la barraca con la vista en el suelo y la mentira a punto para rogar a don Salvador que tuviese paciencia, contestando con lágrimas a sus bufidos y amenazas».

La barraca

Vicente Blasco Ibañez


Ilustración de José Benlliure para "La barraca"

lunes, 18 de junio de 2018

A mirar por las rendijas del ventanillo quiénes eran los que cantaban les albaes

«No tenía más que un deseo: que las chicas ignorasen sus preocupaciones; que nadie se diese cuenta en la casa de los apuros y tristezas del padre; que no se turbase la santa alegría de aquella vivienda, animada a todas horas por las risas y las canciones de las cuatro hermanas, cuya edad sólo se diferenciaba en un año. Y mientras ellas, que ya comenzaban a llamar la atención de los mozos de la huerta, asistían con pañuelos de seda nuevos, vistosos, y planchadas y ruidosas faldas a las fiestas de los pueblecillos, o despertaban al amanecer para ir descalzas y en camisa a mirar por las rendijas del ventanillo quiénes eran los que cantaban les albaes (Las alboradas) o las obsequiaban con rasgueo de guitarra, el pobre tío Barret, empeñado cada vez más en nivelar su presupuesto, sacaba, onza tras onza, todo el puñado de oro amasado ochavo sobre ochavo que le había dejado su padre, acallando así a don Salvador, viejo avaro que nunca tenía bastante, y no contento con exprimirle, hablaba de lo mal que estaban los tiempos, del escandaloso aumento de las contribuciones y de la necesidad de subir el precio del arrendamiento».

La barraca

Vicente Blasco Ibañez


Cantores de "albaes" y el apuntador. 1930

Subida por Jose Juan Garcia Dolz a VAHG