«El viejo Tòfol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigado por una incesante producción.
Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra--no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos--, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.
Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.
La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aún más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda».
Primavera triste
La condenada y otros cuentos
Vicente Blasco Ibáñez
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