«La gente se agolpaba en el lugar del encuentro: una encrucijada de la calle de San Antonio, frente a los azulejos que marcaban con extrañas figuras las estaciones del Calvario. Allí se aglomeraban, empujándose por colocarse en primera fila, las inquietas pescaderas, rudas, agresivas, envueltas en sus mantones de cuadros y con el pañuelo sobre los ojos.
Avanzaban en opuesta dirección las dos procesiones, moderando su paso, deteniéndose, calculando la distancia para llegar á la vez al lugar del encuentro.
Y las pescaderas seguían gimoteando ante la madre dolorosa, lo que no les impedía fijarse en si llevaba algún adorno más que el año anterior».
La morada túnica de Jesús centelleaba con los primeros rayos de sol por encima del bosque de plumajes, cascos y espadones en alto, que la luz erizaba de deslumbrantes reflejos, y por el otro lado avanzaba la Virgen, contoneándose al compás del paso de sus portadores, vestida de negro terciopelo y cubierta con una gasa fúnebre, al través de la cual brillaban sobre el rostro de cera las lágrimas, para las cuales llevaba sin duda en las inmóviles manos un pañuelo rizado y encañonado.
Ella era la que atraía la atención de las mujeres. Muchas lloraban. ¡Ay, reina y soberana! Aquel encuentro partía el alma. ¡Ver una madre a su hijo en tal estado! Era lo mismo (aunque la comparación fuese mala) que si ellas encontraran a sus chicos, tan buenos y honradotes, camino del presidio.
Flor de Mayo
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