«Pimentó, hablando con vehemencia de su trabajo, mostraba tal impudor, que algunos sonreían... Bueno; él no trabajaba mucho, porque era listo y había conocido la farsa de la vida. Pero alguna vez trabajaba, de tarde en tarde, y esto era bastante para que las tierras fuesen con más justicia de él que de aquella señorona gorda de Valencia. Que viniera ella a trabajarlas; que fuese agarrada al arado con todas sus arrobas de carne, y las dos chicas de los lacitos uncidas y tirando de él, y entonces sería su legítima dueña.
Las bromas groseras del valentón hacían rugir de risa a la concurrencia. A todo el corro, toda aquella gente, que aún guardaba el mal sabor de la paga de San Juan, le hacía mucha gracia ver tratados a sus amos tan cruelmente. ¡Ah! Lo del arado era muy chistoso; y cada cual se imaginaba ver a su amo, al panzudo y meticuloso rentista o a la señora vieja y altiva, enganchados a la reja, tirando y tirando para abrir el surco, mientras ellos, los de abajo, los labradores, chasqueaban el látigo.
Y todos se guiñaban un ojo, reían, se daban palmadas para expresar su contento. ¡Oh! Se estaba muy bien en casa de Copa oyendo a este hombre. ¡Qué cosas se le ocurrían!...».
La barraca
Vicente Blasco Ibáñez
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