«Entre los ascendientes más notables de Blasco Ibáñez figura un clérigo aragonés, llamado Mosén Francisco, hermano de su abuela materna. Aquel tipo membrudo y violento, que peleó á las órdenes de Cabrera en la primera guerra civil, dejó en la memoria impresionable del futuro escritor emoción duradera. Blasco, niño entonces, no ha olvidado el porte belicoso de aquel gigante, a ratos sacerdote y guerrero a ratos, cobrizo como un marroquí, que tenía zarpas de oso y caminaba con ritmo marcial. Así, aunque disfrazado de modos diversos, en el transcurso de su obra el recuerdo de Mosén Francisco asoma varias veces. Yo sospecho su lejana influencia en la confección de aquel «pare Miquel», «con gorra de pelo y carabina», que en Cañas y barro arregla a culatazos las cuestiones de sus feligreses; y en aquel temible «don Sebastián», ambicioso y soberbio, que vive desenfadadamente con una hija suya en su palacio arzobispal de Toledo; y un poco, quizá, en «don Facundo», el cura bonachón y caballista de El intruso; y también en aquel «Priamo Febrer», caballero de Malta, mitad guerrero y mitad sacerdote, cuya sombra pasa con el ruido bélico de sus acicates por las páginas de Los muertos mandan. Sin duda el escritor, paladín ardoroso de la libertad, recuerda con simpatía al fanático Mosén Francisco. ¿Cómo? Acaso porque la intransigencia de aquel hombre, que tantas veces sacrificó su tranquilidad y expuso su vida por un ideal, guarda una belleza, merced a la cual, ¡oh indulgencia divina del arte!, el novelista comprende al guerrillero y le estrecha las manos».
Mis contemporáneos
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