«Volvía Pascual a su casa después de pasar la tarde en Valencia, y al llegar á la Glorieta detúvose frente al palacio de la Aduana.
Eran las seis. El sol daba un tinte anaranjado a la crestería del enorme caserón, suavizando la sombra verdinegra que las lluvias depositaban en los respiraderos de las buhardillas. La estatua de Carlos III bañábase en el ambiente azul y diáfano, saturada de luz tibia, y por los enrejados balcones escapábase un rumor de colmena laboriosa, gritos, canciones ahogadas y el ruido metálico de las tijeras, cogidas y abandonadas á cada instante.
Por el ancho portalón comenzaban a salir como rebaño revoltoso las operarias de los primeros talleres; una invasión de rameada indiana, brazos arremangados y robustos con la cesta como eterno apéndice, y menudos e incesantes pasos de gorrión. Era un confuso vocerío de llamamientos y desvergüenzas, extendiéndose ante la puerta, en el espacio donde paseaban los soldados de la guardia y se levantaban algunos aguaduchos».
Flor de mayo
Vicente Blasco Ibáñez
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