«Aún era de día y ya se impacientaba la muchedumbre.
--¡Fueeego...! ¡fueeego...!--gritaban a coro los de la blusa blanca.
Los organizadores de la falla se resistían. Había que esperar a que cerrase la noche. Pero la muchedumbre estaba dominada por esa impaciencia que, entre la gente levantina, basta que sea manifestada por uno para que los demás se sientan contagiados.
--¡Fueeego..! ¡fueeego...!--seguían aullando de los cuatro lados de la plazoleta. Y de la desembocadura de un callejón sin adoquinar salió una pedrada certera, que dejó trémulo al monigote del centro, llevándosele medio tupé. Aplausos y carcajadas, y a los pocos minutos servían de blanco todos los bebés de la orquesta. Había que comenzar en, seguida. El cafetinero lo ordenaba a gritos desde su puerta, y los cofrades braceaban y se desgañitaban en torno de la falla pidiendo un poco de calma, mientras un compañero se introducía en el cuadrado de lienzo con dos botellas de petróleo. Cuando los biombos transparentaron una mancha roja que rápidamente se agrandaba entre incesante chisporroteo, la muchedumbre lanzó un «¡oh!» de satisfacción. Comenzaban a arder las esteras viejas, las sillas cojas y demás muebles recogidos en los desvanes del barrio y amontonados en el interior de la falla. El rojo resplandor iluminaba la parte baja de los figurones.
Las lenguas de fuego comenzaban a salir del interior de la falla, lamiendo la ropa de los monigotes.
-¡Bravooo...! ¡Vítooor!
Nadie pensaba que aquello era madera y cartón. El entusiasmo les hacía feroces; creían que era el mismo gobierno lo que quemaban al son de la Marsellesa , y los industriales soñaban despiertos en la rebaja de la contribución; los de las blusas blancas en la supresión de los Consumos y el impuesto sobre el vino, y las mujeres, enternecidas y casi llorosas, en que acabarían para siempre las quintas».
Arroz y tartana
Vicente Blasco Ibáñez
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