«Aquel mocito que aún no había cumplido los dieciocho años, y del que se hablaba mucho en el pueblo, tenía su escenario favorito, adonde corría apenas dejaba atracada en el canal la barca del padre o la del abuelo.
Era la taberna de Cañamel, un establecimiento nuevo del que se hacían lenguas en toda la Albufera. No estaba, como las otras tabernillas, instalada en una barraca de techo bajo y ahumado, sin más respiradero que la puerta. Tenía casa propia, un edificio que entre las barracas de paja parecía portentoso, con paredes de mampostería pintadas de azul, techo de tejas y dos puertas, una a la única calle del pueblo y otra al canal. El espacio entre las dos puertas estaba siempre lleno de cultivadores de arroz y de pescadores, gente que bebía de pie frente al mostrador, contemplando como hipnotizada las dos filas de rojos toneles, o se sentaba en los taburetes de cuerda, ante las mesillas de pino, siguiendo interminables partidas de brisca y de truque».
Cañas y barro
Vicente Blasco Ibáñez
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