«—¡Presente, capitá!
Los lobos de mar, con su ídolo al frente, abriéronse paso para echar al mar una de las barcas. Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado por la rabia, sólo consiguieron mover la barca y que se deslizara algunos pasos. Irritados contra su vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero la muchedumbre protestaba contra su locura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los viejos arrebatados por sus familias.
—¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque, lo mato!--rugía el capitán Llovet.
Pero por primera vez aquel pueblo, que le adoraba, puso la mano en él. Le sujetaron como a un loco, sordos a sus súplicas, indiferentes a sus maldiciones.
La barca, abandonada de todo auxilio, corría a la muerte dando tumbos sobre las olas. Ya estaba próxima a los peñascos, ya iba a estrellarse entre torbellinos de espuma, y aquel hombre que tanto había despreciado la vida del semejante, que había nutrido a los tiburones con tribus enteras y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, revolvíase furioso, sujeto por cien manos, blasfemando porque no le dejaban arriesgar la existencia socorriendo a unos desconocidos, hasta que, agotadas sus fuerzas, acabó llorando como un niño».
Lobos de mar
La condenada y otros cuentos
Vicente Blasco Ibáñez
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