domingo, 30 de junio de 2024

La Feria de Julio según Blasco Ibáñez. 01

«La proximidad de la feria de Julio preocupaba a la familia. Nunca se habían pasado veladas tan agradables en casa de las de Pajares. Por la noche, después de la cena, llegaban el señor Cuadros, Teresa y su hijo, y comenzaba la alegre reunión.

Por los balcones abiertos penetraba el hálito caliginoso de las neones de verano, cargado de enervantes perfumes. La plazuela animábase. El calor arrojaba de sus estrechos cuchitriles a la gente de los pisos bajos, y las puertas estaban obstruidas por corrillos de blancas sombras sentadas en sillas bajas y respirando ruidosamente».

Arroz y tartana

Vicente Blasco Ibáñez



A la fresca

Calle Escalante

?

viernes, 28 de junio de 2024

Desafiando con altivo gesto la murmuración de las enemigas de Neleta

«Cambió por completo la situación de Tonet en el establecimiento de Cañamel. Ya no era un parroquiano: era el socio, el compañero, del dueño de la casa, y penetraba en la taberna desafiando con altivo gesto la murmuración de las enemigas de Neleta.

Si pasaba allí los días enteros, era para hablar de sus negocios. Entrábase con gran confianza en las habitaciones interiores, y para demostrar que estaba como en su casa, franqueaba el mostrador, sentándose al lado de Cañamel. Muchas veces, si éste y su mujer andaban por dentro y algún parroquiano pedía algo, saltaba el mostrador y con cómica gravedad, entre las risas de los amigos, servía los géneros, remedando la voz y los ademanes del tío Paco».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez


Fotograma de la serie de TVE "Cañas y barro"

miércoles, 26 de junio de 2024

A la Samaruca hubo que llevársela de la plaza por orden del alcalde

«Conforme. Los dos hombres se estrecharon la mano, y seguidos de Neleta y el tío Paloma, marcharon hacia la taberna con el propósito de comer juntos para solemnizar el trato.

Por la plaza circuló inmediatamente la noticia. ¡El Cubano y Cañamèl se habían juntado para explotar la Sequiòta!

A la Samaruca hubo que llevársela de la plaza por orden del alcalde. Escoltada por algunas mujeres, emprendió el camino de su barraca, rugiendo como una poseída, llamando a gritos a su hermana, que había muerto hacía años, afirmando a todo pulmón que Cañamèl era un sinvergüenza, ya que por realizar un negocio no vacilaba en meter en casa al amante de su mujer».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



Fotograma de la serie de TVE "Cañas y barro"

lunes, 24 de junio de 2024

La Noche de San Juan

 La Noche de San Juan

«La pequeña plaza del Villorrio apenas si podía contener aquella abigarrada multitud que se mantenía a poca distancia de la colosal hoguera que ardía en el centro.

Los puntiagudos o achatados tejados de las casas que limitaban aquel recinto se destacaban sobre el iluminado cielo, y los robuistos marcos del castillo que se asentaba en la cumbre del vecino monte, váyanse bañados `por la luz de la luna que tan pronto era velada por negros nubarrones que corrían veloces por el cielo, como volvía a aparecer tras ellos melancólicamente esplendorosa.

Rústicos villanos de rostros atezados, viejos ballesteros de fiera catadura, apuestas doncellas vestidas con sallas de chillones colores y muchachos inquietos y alborotados junto con mujeres parlanchinas y ancianos murmuradores, eran los elementos que componían aquel hormiguero humano que se estrujaba produciendo un incesante murmullo, junto a las rojas e inquietas llamas.


San Juan en la Playa de La Malvarrosa. Años 80

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Los sucios sayos y los mugrientos birretes, junto a las blasonadas dalmáticas y a las gorras con airosas plumas, los nudosos garrotes tropezando con las conteras de las largas espadas y los míseros vasallos del castillo confundidos fraternalmente con los vistosos servidores del señor; tal era el magnífico y particular golpe de vista que presentaba aquel año la plaza del villorrio en la noche de San Juan.

Montado cual otro baco sobre un regular tonel, del cual llenaban grandes jarros no pocos concurrentes, veíase un hombrecillo de cuerpo imperfecto y de rostro burlesco y apicarado, el cual era una especie de miserable cantor nómada, con más de bufón o de juglar que de consumado trovador.


Los mozos del lugarejo le asediaban pidiéndole alguna gracia o chiste de color algo subido, y el hombrecillo correspondía de tal modo a aquellas excitaciones, que las muchachas cada instante se veían obligadas a fingir que se tapaban los oídos mientras sus mejillas se coloreaban como amapolas.

Entre todo el grupo femenil, que por estar más cercano al bufón sufría continuamente sus desvergüenzas, destacábase una joven, cuyo rostro, por lo hermoso, desdecía de las vulgares caras de sus rústicas compañeras.

Llamábase Engracia y era hija de un escudero del cercano castillo, muerto hacía ya bastantes años en una algarada contra los moros.

A causa de esto último, tanto ella como su madre eran muy estimadas por todos los vecinos del lugarejo, que se consideraban con el deber de protegerlas contra las brutales asechanzas de los servidores del castillo.

Engracia, como era de esperar, atendiendo a su hermosura y edad, amaba y era amada de un gallardo mancebo que por su porte y gentileza más parecía propio para vestir la guerrera cota, que para dedicarse a las rudas tareas del campo.

Confundido entre un bullicioso grupo de mozuelos, la contemplaba a poca distancia, y entre los dos se cruzaban un sinnúmero de miradas amorosas que equivalían a un mundo de frases apasionadas.

Aquellas miradas pasaban desapercibidas para todos, pues la plazuela solo se pensaba en gritar, beber y divertirse, del modo más en consonancia con el carácter de cada uno.

De pronto en uno de los extremos de la plaza oyéronse desaforados gritos y rumores de pelea, acompañados por esas oscilaciones con que siempre se agita a la muchedumbre en casos semejantes.

Emotivo de aquel tumulto era una pendencia (que muy pronto terminó), entre unos cuantos villanos y algunos pajes y ballesteros que, beodos, pretendieron llevarse tres buenas mozas, ante los ojos de sus padres y hermanos.

-Esto es escandalosos- dijeron muchos así que terminó la reyerta. ?La audacia de los del castillo crece demasiado-.

-La culpa- dijo una vieja que estaba junto a Engracia no la tiene otro que nuestro señor Don Sancho que tales desmanes permite-.

-Bueno está Don Sancho- murmuró un mocetón, -como sí el mismo no fuese quien con sus maldades alienta a sus servidores-.

-Desdichada la familia que el señor fija sus ojos para bien o para mal- volvió a decir la vieja, mirando intencionadamente a Engracia y su amante-.

-Pues desdichado de Don Sancho si para mal se mezcláse con quien yo sé- contestó con voz enérgica este último-.

Y apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando muchos dijeron en voz baja:

-Calla por Dios, Juan. Por ahí cerca andan servidores de Don Sancho y nada bueno puede sucederte si ellos te oyen-.


Playa de La Malvarrosa

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Y tras esto todos callaron, comprendiendo el peligroso giro que había tomado la conversación.

Pero el juglar no dejó reinar el silencio por mucho tiempo.

Primero cantó algunos romances, tan burdos como desentonados; luego hizo varios juegos y equilibrios que llamaron la atención de los circunstantes, a pesar de serles muy conocidos, y por fin, deseoso de excitar la curiosidad de todo el auditorio, anunció que en aquel momento, dos viejas del lugarejo, tenidas en opinión de hechiceras, se disponían a asistir al aquelarre que todos los años, en noche como aquella, se celebraba en el barranco situado a espaladas del castillo, cuando la campana de este anunciaba la segunda vigilia, o sea las doce de la noche.

Así que hubo acabado de decir esto, algunos circunstantes que eran parientes o allegados de las viejas mencionadas le amenazaron, y poniendo el grito en el cielo, procuraron protestar de tales noticias y afirmaciones.

Pero la mayor parte de los presentes apoyaron al juglar y defendieron la opinión que este tenía formada de tales viejas, a quienes todos calificaban de brujas, y por consecuencia la causa y principio de los numerosos males que les afligían.

Y no hubo ninguno que no sacase a relucir su correspondiente motivo para odiarlas.

A este le habían muerto un hijo pequeño; aquél, según propia afirmación, le habían despojado con sus sortilegios de dos mulas como dos castillos; al otro le habían hecho perder la paz que reinaba en su casa, y todos presentaban la larga lista de daños, obra de aquellas mujeres, mientras que los que por éstas se interesaban daban voces poniendo a Dios y a los santos por terstigos de la verdad de sus palabras y de la inocencia de las acusadas.

Poco a poco la cuestión fue agriándose, y comenzaron a cruzarse entre los bandos palabras amenazadoras, hasta que por fin, comprendiendo los ofendidos por el juglar que éste era el culpable de todas aquellas desavenencias, arremetieron contra él y le hicieron bajar del tonel, entre un verdadero diluvio de puñadas y estacazos que le arrancaron doloridos aullidos.

Entonces comenzó a reinar en la plaza un desorden indescriptible.


Playa de La Malvarrosa

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Algunos ballesteros del castillo, por odio a los villanos, salieron a la defensa del hombrecillo y la emprendieron a cintarazos con los aporreadores, mientras que las mujeres, chillando y corriendo, procuraban apartar de la pelea a los de sus familia.

Ante los golpes de los del castillo todos los habitantes del villorrio hicieron causa común con los parientes de las supuestas brujas, y aquello en pocos momentos fue un verdadero campo de Agramente.

Los barrotes y las espadas chocaron sin cesar; algunos rodaron por el suelo fuertemente abrazados, y más de un combatiente, impulsado por vigoroso brazo fue a caer de bruces sobre la hoguera, levantándose después con los pelos y los vestidos completamente chamuscados.

Afortunadamente allá arriba en el castillo sonaron de pronto dos vibrantes campanadas anunciando la segunda vigilia, y al momento se oyó gritar: -¡las brujas! ¡ya están ahí las brujas!

Y como si este grito fuese la señal de dispersión, todos emprendieron la fuga con el temor de que la tropa fantástica sembrase la muerte al ir atravesando los aires.

Momentos después la plaza estaba completamente solitaria, y en el centro de ella seguía ardiendo la hoguera cada vez con más débiles llamas.


Revista Impresiones

Cortesía de José Navarro Escrich

No faltaron algunos que al escapar, hostigados por la curiosidad, levantaron la cabeza y vieron como empuñaban el claro disco de la luna un sinnúmero de fantásticos y vaporosos seres que, montados en cabalgaduras horribles al par que grotescas, corrían desaforadas por el cielo.

Pero bueno será advertir que un hombre de nuestros días sólo hubiera visto en aquellas figuras sobrenaturales un conjunto de nubes que velaban el astro de la noche; que los vecinos del lugarejo, como hijos de la Edad Media e infiltrados de su espíritu, tenían el privilegio de ver las cosas de muy diferente manera que nosotros

Engracia y su medre fueron de las primeras que salieron de la plaza cuando en la campana del castillo sonó la segunda vigilia.

La hermosa joven, momentos antes de escapar, vió desde el rincón en que se había refugiado al principio de la pelea, como su amado Juan se batía con los ballesteros.

Inútil será pintar el temor que su alma albergaría, mientras con incierto paso caminaba al lado de su madre.

Pronto llegaron a su casa, que estaba situada en una estrecha callejuela, cercana al lugar de la contienda.

Así que penetraron en ella, la madre de Engracia se acostó, pues no era amiga de trasnochar y la joven, abriendo la pequeña reja que daba luz a su estancia, apoyóse en el alfeizar y esperó.

Escusado será decir que el esperado era Juan.

A pesar de l apacible aspecto que presentaba la noche y de la calma que reinaba en toda la naturaleza, la enamorada joven no pudo evitar que de ella se apoderase un miedo terrible a los pocos instantes de permanecer en la reja.

En su imaginación estaban grabadas aquellas palabras que el juglar anunciando que en el barranco del castillo celebran las brujas aquella noche su aquelarre.

De un momento a otro, parecíale que la callejuela íbase a llenar de bulliciosos duendes e infernales gatos, que fieramente la despedazarían, y no se atrevía a levantar la vista al cielo, temerosa de ver en él la cara del diablo, agrandada gigantescamente y horrorizándola con una infernal y espeluznante mueca.


Playa de La Malvarrosa

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En las sombras que las casas proyectaban sobre los espacios alumbrados por la luna, su imaginación comenzaba a hacerla ver un enjambre de seres diminutos y feos, verdaderos abortos del infierno, rebulléndose en infernal concierto con monstruos de mirada de fuego y repugnante catadura.

Y veía como volando por el cielo un compacto escuadrón que venían a posarse en los tejados todas las brujas reunidas en el barranco, y la amenazaban con sus escobas y sus uñas; y hasta le parecía sentir sobre su cuerpo el contacto frío y viscoso de enormes serpientes que enrollándose en espiral amenazaban ahogarla.

Y tan pronto su corazón cesaba de latir como derramaba tumultuosamente la sangre por todas las venas de su cuerpo, y sentía vértigo y cerraba sus ojos a impulsos del desvanecimiento, hasta que afortunadamente, cesaron sus temores y sus fantásticas visiones con la aparición de un hombre en uno de los extremos de la callejuela, y el cual no era otro que Juan.

Momentos después el apuesto joven estaba junto a la verja contemplando a su amada con mirada ardiente, y diciéndole con acento cariñoso:

-¿Has aguardado mucho, amada mía?

-Muy poco. Pero he tenido bastante miedo antes de que tú vinieras.
-¡miedo! ¿A quién?

-A las brujas. ¿No sabes tú que noches como esta andan sueltas por el mundo? ?dijo Engracia con encantadora candidez.


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-¡Vah! Ni las brujas ni el diablo tienen por qué meterse con nosotros. A alguien que no son ellas es a quién debemos temer.

-Dices bien -murmuró la joven con tristeza.

-¿Te ha hablado, acaso, otra vez Don Sancho?

-Le encontré esta mañana y ha vuelto a decirme lo mismo.

-¡Ah, miserable! ?rugió el mancebo. -¿Y tú?...

-Yo le contesté como siempre, con mi desprecio; y al escucharme él lanzó por su boca tal cúmulo de amenazas, que quedé horrorizada.

-¿Y no recuerdas lo que dijo?

-Creo que sí. Dijo que ya sabía como yo andaba en amoríos con un vasallo suyo, pero que él buscaría la manera de escarmentarle y hacerle comprender que un villano no debe ser nunca el rival del señor.

-¡Infame! ¿Y no dijo más?

-Sí; aseguró que su venganza no dejaría de llevarse a cabo esta misma noche. ¡Con que ya ves, Juan mío, que tu vida está en peligro si permaneces aquí! Márchate, pues de lo contrario ¡quién sabe si morirías bajo esta misma reja, víctima del furor de Don Sancho!

-¡Marcharme! ¿Me crees tú capaz de ello? ¡No Engracia, no me propongas tal cosa! ¡Qué venga Don Sancho cuando quiera, pues aunque humilde villano, tengo tanto o más valor que los señores que lucen blasón en su armadura!

-Pero, ¿Y si viene acompañado de algunos de sus fieros servidores?

-No me dan cuidado sus espadas. Hace poco tiempo que en la plaza he descalabrado alguno de ellos, a pesar de su larga tizona.

-¿Y no te han herido?

-No, amada mía. No son esos miserables lebreles del castillo los que pueden con este brazo que Dios me ha deparado.

-¡Y tú, Engracia mía! Contestó el mancebo en igual tono ¡Tan hermosa como buena!

¿Qué me importan las amenazas de Don Sancho, si por ellas no he estar menos tiempo junto a ti? ¡Si supieras cuánto te amo!

Al llegar a este punto, la amorosa conversación tomó el carácter peculiar de siempre.

Los dos jóvenes olvidándose de las amenazas del castellano y hasta del mundo entero, y comenzaron a decirse esas frases dulces, nimias y triviales que entre enamorados siempre tienen un especial encanto, y que aquí dejamos de consignar en gracia al lector, por que suponemos que iguales o parecidas habrán salido de labios, bien en el presente, bien en el pasado.

Y, por lo mismo pasaremos por alto las ternezas que se prodigaron Engracia y Juan; más no por esto dejaremos de decir que las miradas fuéronse haciendo cada vez más intensas, y que el apuesto joven, sin duda a impulsos de la pasión, apoyó su ardorosa frente sobre los hierros de la reja?..

Las manos se buscaron entre los barrotes de aquélla, y, al encontrase, se trasmitieron esa especie de electricidad amorosa que nace del corazón; los cabellos que orlaban ambas frentes se confundieron, lo mismo que los alientos; las bocas se juntaron, y en el silencio de la noche oyese ese débil chasquido, igual en su sonido a las mejores armonías de la naturaleza, y que siempre delata un beso.

Ella se ruborizó hasta los ojos y bajo la cabeza, no sin antes dirigir a su amante doncel una mirada tan llena de reproches como de amor.

Juan permaneció inmóvil, contemplándola con ojos de fuego y sin querer soltar las manos de Engracia, que oprimía a través de los hierros de la reja.

Y de esta manera permanecieron los dos amantes largo rato, hasta que, por fin, sacóle de su abstracción un rumor de pasos, que resonó al extremo de la callejuela.

Por una de las bocas de ésta acababa de aparecer algunos hombres envueltos en parduscos mantos, bajo los cuales brillaban las conteras de largas espadas.

Rápidamente fuéronse acercando a la reja que ocupaban los dos jóvenes, mientras Engracia decía con acento angustiado:

-¡Dios mío! ¡Ya me lo decía el corazón! ¡Esos que se acercan no son otros que Don Sancho y sus servidores! ¡Huye, Juan mío, huye; pues de lo contrario sólo Dios sabe lo que será de ti!

-Sean quienes sean, pienso obedecerte. Cierra la reja, Engracia, y hasta mañana.

¡Adiós, amada mía!


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Y, esto diciendo, el mancebo, que conocía lo vacilante que estaba Engracia entre cerrar o quedarse en la reja, empujó él mismo, a través de los hierros, las ventanas de ésta, que con mano trémula cerró la hermosa joven.

Apenas ésta hizo tal cosa, quedó envuelta en la profunda obscuridad que reinaba en su estancia, y, con el oído atento, púsose a escuchar, presa de un terror indescriptible.

Nada, absolutamente nada oyó Engracia, ni aún después de pasado algún tiempo. Parecía como aquellos embozados no eran otra cosa que ilusiones de su fantasía, y que Juan se había marchado al verse solo en la callejuela.

Sin embargo, su corazón del anunciaba algo terrible y horripilante que la hacía estremecer de miedo. Sus ojos buscaban en la oscuridad aquella ventana, a poco cerrada por ella y aún pretendía atravesar las maderas con sus miradas, como si fueran de cristal, para poder ver lo que en la calle sucediese. Ni el más débil ruido turbaba el profundo silencio de la noche.

Solamente percibía Engracia la acompasada respiración de su madre, que dormía al otro extremo de la pequeña casa, y, a lo lejos, los furiosos latidos de los perros que guardaban muchas puertas del lugarejo. La ansiedad y el terror de la joven rayaban en lo inmenso.

De un momento a otro parecíale que iba a escuchar un grito de agonía de Juan y la satánica carcajada de Don Sancho.

En aquellos instantes Engracia ya no temía a las brujas y al diablo, ni sentía miedo de permanecer despierta y a obscuras en el centro de la estancia. La muerte de su amante era lo único que la preocupaba. Pero el tiempo iba pasando rápidamente, sin que ella escuchase nada capaz de justificar sus temores. A pesar de esto, su fiel corazón le seguía presagiando una gran desgracia, y sentía sobre su alma un peso que la ahogaba por momentos. Varias veces intentó acercarse a la reja para abrir sus ventanas, pero un temor invencible o una fuerza oculta retenían sus pies inmóviles sobre el suelo. 

Engracia, en aquellos instantes, tenía la voluntad supeditada por completo al terror. Y éste, aunque verdaderamente sin causa, fue amontonando sobre su pecho un mundo de dolor que sofocaba e impedía por momentos su respiración.

Afortunadamente desbordase fuera del pecho, y subió hasta los ojos de la joven, que, arrojándose sobre el frío suelo púsose a llorar continua y silenciosamente.


Playa de La Malvarrosa

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El tiempo, que siempre transcurre indiferente a dolores o dichas pasó tan rápido como siempre, y cuando Engracia vino a salir de aquella postración nerviosa en que se había sumido, vio cómo las rendijas de la cerrada reja comenzaba a penetrar la mortecina luz del alba.

La joven levantóse del suelo en que había estado tendida toda la noche, y con paso débil y vacilante acercase a la ventana, cuyas maderas abrió con mano febril y trémula. Apenas la brisa de la mañana penetro por ella y Engracia asomó su calenturienta cabeza, cuando un grito de horror se escapó de sus labios.

En aquel mismo instante un hombre, vestido con rico traje de caballero, apareció cerca del lugar que ocupaba la joven.

Era Don Sancho, el señor del castillo.

-Hermosa villana- gritó con voz sarcástica en la noche de San Juan es costumbre colocar frescos ramos de flores en las ventanas de las jóvenes. ¡Mira con el que yo te obsequio!

Y, al decir esto, el infame caballero señaló la reja que ocupaba 

Engracia, de cuyos últimos hierros y con los pies cercanos al suelo, pendía un lívido cadáver, con las ropas en desorden, y que el viento de la mañana mecía compasadamente.

Aquel cadáver era el del infeliz Juan».

Fantasías. (Leyendas y tradiciones)

Vicente Blasco Ibáñez

sábado, 22 de junio de 2024

Al dueño de la Sequiota nunca le falta dinero

«El barquero volvió la espalda al hijo. ¿Y aquélla era su sangre…? Prefería a Tonet con toda su pereza. Se iba con su nieto, y ya se ingeniarían los dos para salir del paso. Al dueño de la Sequiota nunca le falta dinero.

Tonet, rodeado de amigos, agasajado por las mujeres, enorgullecido por la húmeda mirada de Neleta fija en él, sintió que le llamaban tocándole en un hombro.

Era Cañamel, que parecía cobijarle con sus ojos cariñosos. Tenían que hablar; por algo habían sido siempre buenos amigos, y la taberna era como la casa de Tonet. No había que dejarlo para luego: los negocios entre amigos se arreglan pronto. Y se apartaron algunos pasos, seguidos por las curiosas miradas del gentío.

El tabernero abordó el asunto. Tonet no dispondría de lo necesario para explotar el puesto que le había tocado en suerte. ¿No era así…? Pues allí le tenía a él, un amigo verdadero, dispuesto a ayudarle, a asociarse para el negocio común. Él le proporcionaría todo».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



La Sequiota

La Albufera

López Egea

jueves, 20 de junio de 2024

Su único deseo era sacar sus tierras a flote de agua

«El tío Paloma sonrió. No faltaría quien lo prestase. Pero Tono, al oír hablar de préstamos, hizo un gesto doloroso. Debían mucho. No era flojo tormento el que le hacían sufrir unos franceses establecidos en Catarroja, que vendían caballerías a plazos y adelantaban dinero a los labradores. Había tenido que solicitar su auxilio, primeramente en los años de mala cosecha, ahora para impulsar un poco el enterramiento de su laguna, y hasta en sueños veía a los tales hombres, vestidos de pana, que chapurreaban amenazas y sacaban a cada paso la terrible cartera en la que inscribían los préstamos con su complicada red de intereses. Ya tenía bastante. El hombre, cuando se ve metido en una mala aventura, debe salvarse como pueda, sin buscar otra. Le bastaban las deudas de agricultor, y no quería enredarse en nuevos préstamos para la pesca. Su único deseo era sacar sus tierras a flote de agua, sin entramparse más».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



Fotograma de la serie de TVE "Cañas y barro"

martes, 18 de junio de 2024

Se necesitaban más de mil pesetas sólo para las redes

«El tío Paloma iba de grupo en grupo recibiendo felicitaciones. Por primera vez se mostraba satisfecho de su nieto. ¡Je, je…! La suerte es siempre de los pillos: ya lo decía su padre. Allí estaba él, con sus ochenta sorteos, sin conseguir nunca el uno, y llegaba el nieto de correrla por tierras lejanas, y al primer año, la suerte. Pero en fin… todo caía en la familia. Y se entusiasmaba pensando que iba a ser durante un año el primer pescador de la Albufera.

Enternecido por la suerte, se aproximó a su hijo, grave y ensimismado como de costumbre. ¡Tono, la fortuna había entrado en su barraca, y había que aprovecharla! Ayudaría al pequeño, que no entendía mucho de las cosas de pesca, y el negocio sería grande. Pero el viejo quedó estupefacto al ver la frialdad con que contestaba su hijo. Sí; aquel primer puesto era una suerte poseyendo los útiles necesarios para su explotación. Se necesitaban más de mil pesetas sólo para las redes. ¿Tenían ellos ese dinero?».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



La Albufera principios del siglo XX  

Museu Valencia d'Etnologia

domingo, 16 de junio de 2024

Toda la atención era para Tonet, para el número uno

«El Cubano quería celebrar su triunfo. Envió por cajones de gaseosas y cervezas a casa de Cañamel para todas aquellas señoras; que bebiesen los hombres cuanto quisieran; ¡él pagaba! En un instante, la plaza se convirtió en un campamento. Sangonera, con la actividad siempre despierta cuando se hablaba de beber, había secundado los deseos de su generoso amigo trayendo de casa de Cañamel todas las pastas viejas y duras almacenadas en los cristales del escaparate; y pasaba de corro en corro, llenando vasos y deteniéndose con frecuencia en el reparto para obsequiarse a sí mismo.

Iban bajando los agraciados con los otros primeros puestos, y echaban su sombrero en alto, gritando: «¡Vítol! ¡vítol!». Pero sólo acudían a ellos su familia y sus amigos. Toda la atención era para Tonet, para el número uno, que tan rumboso se mostraba».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



Todocolección


viernes, 14 de junio de 2024

¡Es el Cubano…! ¡Es Tonet el del bigot!

«En la plaza, la multitud aguardaba con tanto silencio como arriba. Era costumbre que los primeros agraciados bajasen inmediatamente a comunicar su buena suerte, tirando el sombrero en alto como signo de alegría. Por esto, apenas vieron a Tonet bajar casi rodando la escalerilla, una aclamación inmensa le saludó.

—¡Es el Cubano…! ¡Es Tonet el del bigot! ¡Té el ú! ¡te el ú…!

Las mujeres se abalanzaban a él con la vehemencia de la emoción, abrazándolo, llorando, como si las pudiera tocar algo de su buena suerte, y recordando a su madre. ¡Cómo se alegraría la pobre si viese aquello! Y Tonet, revuelto entre las faldas, enardecido por la cariñosa ovación, abrazó instintivamente a Neleta, que sonreía, brillándole de contento los verdes ojos».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



Imagen de la serie de TVE

miércoles, 12 de junio de 2024

Hizo la petición: quería la Sequiota

«Silencio absoluto. El presidente agitaba el bolsón de cuero para que se mezclasen bien las boletas, y su choque sonaba en el silencio como lejana granizada. Avanzó hasta el estrado un niño pasando de brazo en brazo por encima de los pescadores, y metió la mano en el bolsón. La ansiedad era grande; todos tenían la vista fija en la bellota de madera, de la que iba saliendo penosamente el papel arrollado.

El presidente leyó el nombre, y se notó cierta indecisión en la concurrencia, habituada a los apodos y torpe en reconocer los apellidos, nunca usados. ¿Quién era el del número uno? Pero Tonet se había levantado de un salto gritando: «¡Presente…!». ¡Era el nieto del tío Paloma! ¡Qué suerte la del muchacho…! ¡Alcanzaba el mejor puesto en el primer sorteo a que asistía!

Los más inmediatos le felicitaban con envidia; pero él, con la ansiedad del que no cree aún en su buena fortuna, sólo miraba al presidente… ¿Podía escoger el puesto? Apenas le contestaron con un signo afirmativo, hizo la petición: quería la Sequiota. Y cuando vio que el escribiente tomaba nota, salió como un rayo del local, atropellando a todos, empujando las manos que le tendían los amigos para saludarle».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



La pesca en la Albufera. La Sequiota

El Palmar

López Egea

lunes, 10 de junio de 2024

Eran llamados los pescadores a la presidencia para recibir su boleta y una tira de papel en la que habían puesto el nombre

«Leía el presidente los nombres de los pescadores, y cada uno de los llamados contestaba «¡Ave María Purísima!» con cierta unción, por estar el vicario presente. Algunos, enemigos del padre Miguel, respondían «¡Avant!», gozando con el mal gesto que ponía el vicario.

El Jurado vació un bolsón de cuero mugriento, casi tan antiguo como la Comunidad, y rodaron las boletas sobre la mesa, unas bellotas huecas de madera negra, en cuyo orificio se introducía un papel con el nombre del sorteado.

Uno tras otro eran llamados los pescadores a la presidencia para recibir su boleta y una tira de papel en la que habían puesto el nombre, en previsión de que no supiera escribir».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



Fotograma de la serie de TVE "Cañas y barro"

sábado, 8 de junio de 2024

Y si entraba por fin en el sorteo y le tocaba uno de los mejores puestos, ¿qué haría de él?

«Pero el borracho insistió alegando sus derechos entre las crecientes risas del público, hasta que intervino el tío Paloma con sus preguntas… Y si entraba por fin en el sorteo y le tocaba uno de los mejores puestos, ¿qué haría de él? ¿cómo lo explotaría, si no era pescador ni conocía el oficio? El vagabundo sonrió maliciosamente. Lo importante era conseguir el puesto; lo demás corría de su cuenta. Ya se arreglaría de modo que trabajasen otros para él, dándole la mejor parte del producto. Y en su cínica sonrisa vibraba la maligna expresión del primer hombre que engañó a su semejante, haciéndolo trabajar para mantenerse en la holganza».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



La pesca en la Albufera

El Palmar

López Egea

jueves, 6 de junio de 2024

Prefería pasar a nado los canales antes que empuñar una percha

«Y la pretensión de este vagabundo, que jamás quiso tocar una red y prefería pasar a nado los canales antes que empuñar una percha, pareció tan inaudita, tan grotesca a los pescadores, que todos prorrumpieron en carcajadas.

El Jurado contestaba con displicencia. ¡Largo de allí, maltrabaja! ¿Qué le importaba a la Comunidad que sus abuelos hubiesen sido honrados pescadores, si su padre abandonó la percha para siempre, dedicándose a la holganza, y él no tenía de marinero más que el haber nacido en el Palmar? Además, su padre no había pagado nunca el impuesto y él tampoco; la marca que en otros tiempos llevaban los Sangoneras en sus aparatos de pesca hacía muchos años que había sido borrada de los libros de la Comunidad».

Cañas y barro

Vicente Blasco Ibáñez



El Palmar. 1900

Fang Xu

martes, 4 de junio de 2024

El Corpus según Blasco Ibáñez. Y 08

«La muchedumbre permanecía embobada. El aparato religioso, las imágenes de plata, los cleros entonando sus himnos a voces solas, las interminables cofradías, no la habían impresionado tanto como este continuo desfile de grandezas humanas; y sus ojos se iban deslumbrados tras las fajas de los generales, las placas que centelleaban como soles, los bordados de caprichoso arabesco, las empuñaduras cinceladas y brillantes y las bandas de moaré que cruzaban los pechos como un arroyo ondeante de colorines.

Arriba, en los balcones, la curiosidad señalaba con el dedo a los personajes conocidos que se mostraban a la luz de los cirios, y las cabezas erguidas de algunos invitados cruzaban saludos con las señoras, sin perder por esto el gesto de gravedad propio de las circunstancias.

Acercábase el epílogo de la procesión. Sonaba a lo lejos la grave melopea de la marcha solemne y religiosa que entonaba la banda militar. Las cornetas de los regimientos formados en la carrera batían marcha; y mientras los soldados requerían su fusil para inclinarse al paso del Sacramento, la muchedumbre agitábase para ganar un palmo de terreno donde hincar las rodillas.

Estallaban luces de colores, y a su resplandor, tan pronto blanco como rojo, veíanse a lo lejos, terminando la doble fila de cirios, los sacerdotes con capas de oro, manejando los incensarios, con un continuo choque de cadenillas de plata, en el fondo de una nube de azulado y oloroso humo; sobre ella, agitándose dorado y tembloroso entre sus deslumbrantes varas, el palio, que avanzaba lentamente, y bajo la movible tienda de seda, como un sol asomando entre nubes de perfumes, la deslumbrante custodia, que hacía bajar las cabezas, como si nadie pudiera resistir la fuerza de su brillo.

El poético aparato del culto católico imponíase a la muchedumbre con toda su fuerza sugestiva. Las mujeres llevábanse las manos a los ojos, humedecidos sin saber por qué, y las viejas golpeábanse con furia el pecho, entre suspiros de agonizante, lanzando un «¡Señor, Dios mío!» que hacía volver con inquietud la cabeza a los más próximos.

Caía de los balcones una lluvia de pétalos de rosa, volaba el talco como nube de vidrio molido, estallaban luces de colores en todas las esquinas, y entre el perfume del incienso, el agudo reclamo de las cornetas, la grave lamentación de la música, la melancólica salmodia de los sacerdotes y el infantil balbuceo de las campanillas de plata, avanzaba el palio abrumado por la lluvia de flores, iluminado por el resplandor de incendio de las bengalas; y el sol de oro, mostrándose en medio de tal aparato, enloquecía a la muchedumbre levantina, pronta siempre a entusiasmarse por todo lo que deslumbra, e inconscientemente, lanzando un rugido de asombro, empujábanse unos a otros, como si quisieran coger con sus manos el áureo y sagrado astro, y los soldados que guardaban el palio tenían que empujar rudamente con sus culatas para conservar libre el paso.

Tras el palio, la gente admiraba un nuevo grupo de capas de oro, sobre las cuales sobresalía la puntiaguda mitra y el brillante báculo. Después, ajustando sus pasos al compás de la marcha musical, desfilaban los rojos fajines y los portacirios de plata de los concejales; y por fin, con un tránsito obscuro de la luz a la sombra, pasaba la negra masa de la tropa, en la cual los instrumentos de música lanzaban amortiguados destellos y los filos de las bayonetas y los sables brillaban como hilillos de luz.».

Arroz y tartana

Vicente Blasco Ibáñez



Niños con flores en el balcón

Ignacio Pinazo Camarlench