«En el tendido de sombra, el graderío circular era un escalonamiento de sombreros blancos que bajaba hasta la barrera. Algunas capotas cargadas de flores o relucientes peinados, destacándose sobre los pañolones de Manila, rompían la monotonía de las hileras de puntos blancos. Las puertas de los palcos abríanse con estrépito, y aparecían en las barandillas, cubiertas con los colores nacionales, las mantillas blancas, las caras risueñas, los peinados con flores; toda una primavera que era saludada a gritos por los entusiastas de abajo, puestos en pie sobre los banquillos de madera.
Enfrente, bajo el sol que agrietaba la piel en fuerza de sacar sudor, que hacía humear las ropas y ponía un casco de fuego sobre cada cabeza, enloqueciéndola, estaba la demagogia de la fiesta, el elemento ruidoso que aguardaba impaciente, tan dispuesto a arrojar al redondel los sombreros en honor al diestro, como los bancos y los garrotes en señal de protesta. De allí partían las palabras infames contra los picadores que al aproximarse al toro pensaban en la mujer y en los hijos. Esta mitad de la plaza no tenía la regularidad monótona del tendido de sombra. Era un mosaico animado, en el que entraban todos los colores y que al agitarse variaba de composición. Las tintas rabiosas de los trajes de la huerta, las blancas manchas de los grupos en mangas de camisa, los pantalones rojos de los soldados, los enormes quitasoles de seda granate que parecían robados de una antigua sacristía, los gigantescos abanicos de papel moviéndose con incesante aleteo, las botas de vino que a cada instante se alzaban oblicuamente sobre las cabezas, los gritos, las protestas porque se hacía tarde, todo daba a aquella parte de la plaza un aspecto de locura orgiástica, de brutalidad jocosa. Y arriba, sobre la doble galería, clavadas en la crestería del tejado, colgaban lacias e inertes las banderítas rojas y amarillas, palpitando perezosamente cuando un suspiro fresco, enviado por el mar al través de la vega, arrastrábase sobre aquellas gentes aplastadas por la insolación, haciéndoles dilatar fatigosamente los pulmones. En lo alto, como bóveda del gran redondel, el cielo azul, infinito, sin la más leve vedija de vapor, cruzado algunas veces por una serpenteada fila de palomos, que aleteaban impasibles, sin dar importancia a la extraña reunión de tantos miles de personas».
Arroz y Tartana
Vicente Blasco Ibáñez
Plaza de toros de Valencia. Finales de los 50, principios de los 60
Subida por Francis J. Gutiérrez Reyes a VAHG
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