domingo, 6 de octubre de 2019

Alma valenciana. Primera parte

Alma valenciana. Primera parte

«Pasando cierta vez por Valencia, me dijo Salmerón: 

—Siempre que visito esta tierra, noto en la gente un bienestar, una satisfacción que no encuentro en otras regiones. No hay aquí riqueza ni fausto; pero tampoco miseria.

Esa observación del gran tribuno es exacta. En Valencia apenas hay ricos que merezcan este nombre: la aristocracia nobiliaria se arruinó y hace muchos años que reside en Madrid. No llegan a una docena los que poseen una fortuna de dos o tres millones: en Valencia son potentados; en Barcelona o Bilbao figurarían en tercera fila.

En cambio no hay provincia española que tenga tantos propietarios como Valencia. La agricultura esta subdividida hasta lo infinito. Cada labriego es dueño del pedazo de suelo que cultiva. Unos son propietarios por la ley: los mas tienen la tierra en arrendamiento, transmitiéndose su posesión por herencia, dentro de la familia, desde hace siglos, sin que el verdadero dueño que reside en la ciudad ose intervenir en estas donaciones ni aumentar el arriendo que aún se cuenta por libras y sueldos como en tiempos de los reyes de Aragón. La escopeta, compañera inseparable del huertano desde que entra en la pubertad, y el fraternal y enérgico apoyo que se prestan todos los trabajadores de la vega, son los sostenes de este derecho tradicional del que extraje la trama de mi novela La Barraca.


Huerta de Ruzafa

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"La tierra quiere ser amada", dice Michelet, y la tierra valenciana, dividida en pequeñas parcelas, teniendo sobre sí, a todas horas, una familia que necesita sacar su sustento de reducida superficie, se ve peinada, acicalada y nutrida con infinito cariño. El estiércol la alimenta y vigoriza a cada nueva cosecha; el arado la revuelve apenas se endurece, formando costras; las yerbecillas de espontánea germinación son arrancadas así que asoman, y el agua rojiza que circula por la complicada red arterial de las acequias, refresca y alisa su superficie antes de que el sol la caldee y resquebraje. Así se realiza el milagro de que una población de las más densas de España viva desahogadamente, sin miseria, en tan reducido espacio. El jornalero apenas existe. Cada uno cultiva su campo, como los ciudadanos de las antiguas repúblicas.


Siembra del arroz en La Albufera. 1960

http://vicenticoaa.blogspot.com.es/2014/07/

En la capital, la vida es semejante. Existen fabricas modernas con sus rebaños de obreros sometidos a la dura y degradante ley de los jornales; pero aún vive la industria doméstica, como recuerdo de aquella Valencia que extendía sus sederías por Europa, sin tener grandes talleres, y en la que cada obrero montaba el telar en su casa o se asociaba con tres o cuatro camaradas para laborar en el porche en fraternal cooperación.


La Lonja de la Seda

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Todavía se cuentan hoy a miles los pequeños talleres. El obrero apenas dispone de alguna cantidad, se emancipa estableciéndose aparte con unos cuantos compañeros de trabajo que son sus auxiliares mas bien que sus subordinados.


Taller mecánico en Valencia. 1957. Foto Raga

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El mismo fraccionamiento de la tierra valenciana se extiende a la industria. Nadie es rico, pero muy pocos conocen la miseria. Todos sufren alguna vez las angustias que trae consigo la falta de capital, pero ignoran la esclavitud y el anulamiento que soporta el hombre en los monstruosos centros de producción creados por el industrialismo moderno».

Alma valenciana

Vicente Blasco Ibáñez

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