«En este ancho espacio, que es para Valencia vientre y pulmón a un tiempo, el día de Nochebuena reinaba una agitación que hacía subir hasta más arriba de los tejados un sordo rumor de colosal avispero.
La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos,
temblones al menor soplo del viento, y bañados por el rojo sol con una
transparencia acaramelada, sus vendedores vociferantes, su cielo azul
sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los
muros de la Lonja a los cestones de caña de las verduleras, y su vaho de
hortalizas pisoteadas y frutas maduras prematuramente por una
temperatura siempre cálida, hacía recordar las ferias africanas, un
mercado marroquí con su multitud inquieta, sus ensordecedores gritos y
el nervioso oleaje de los compradores.
La multitud, chocando cestas y capazos, arremolinábase en el arroyo
central; dábanse tremendos encontrones los compradores; algunos, al
mirar atrás, tropezaban rudamente con los mástiles de los toldos, y más
de una vez, los que con el cesto de la compra a los pies regateaban
tenazmente eran sorprendidos por el embate brutal y arrollador del
agitado mar de cabezas. Algunos carros cargados de hortalizas avanzaban
lentamente rompiendo la corriente humana, y al sonar el pito del tranvía
que pasaba por el centro de la plaza, la gente apartábase lentamente,
abriendo paso al jamelgo que tiraba del charolado coche, atestado de
pasajeros hasta las plataformas. Sobre el zumbido confuso y monótono que
producían los miles de conversaciones sostenidas a la vez en toda la
plaza, destacábanse los gritos de los vendedores sin puesto fijo, agudos
y rechinantes unos, como chillido de pájaro pedigüeño, graves y foscos
otros, como si ofreciesen la mercancía con mal humor».
Arroz y tartana
Vicente Blasco Ibáñez
Plaza del Mercado. 1925
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