«Todavía faltaba lo más importante: el pavo, protagonista de la gastronómica fiesta; y la señora y su cochero, empujados rudamente por la corriente humana, atravesaron una profunda portada semejante a un túnel, viéndose en el _Clòt_, en la plaza Redonda, que parecía un circo con su doble fila de balcones.
Sobre el rumor del gentío, que encerrado y oprimido en tan estrecho
espacio tenía bramidos de amor tempestuoso, destacábase el agudo
chillido de la aterrada gallina, el arrullo del palomo, el trompeteo
insolente del gallo, matón de roja montera, agresivo y jactancioso, y el
monótono y discordante quejido del triste pato, que, vulgar hasta en su
muerte, sólo conseguía atraerse la atención de los compradores pobres.
Sobre el suelo, con las patas atadas, recordando tal vez en aquella
atmósfera de sofocación y estruendo las tranquilas llanuras de la Mancha
o las polvorientas carreteras por donde vinieron siguiendo la caña del
conductor, estaban los pavos, con sus pardas túnicas y rojas caperuzas,
graves, melancólicos, reflexivos, formando coro como cónclave de sesudos
cardenales y moviendo filosóficamente su moco inflamado, para lanzar
siempre el mismo cloc-cloc-cloc prolongado hasta lo infinito.
Doña Manuela buscó lo más raro y costoso del Mercado: tres pares de
perdices, que bailoteaban con descoco dentro de una jaula, mostrando sus
polonesas encarnadas. Visanteta las arreglaría para la cena de la
noche. Después compró el pavo, un animal enorme que Nelet cogió con
cariño casi fraternal, después de tentarle varias veces los muslos con
una admiración que estallaba en brutales carcajadas».
Arroz y tartana
Vicente Blasco Ibáñez
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