«Las murmuraciones que circulaban por el Palmar llegaron hasta el tío Tono, y una noche, sacando éste a su hijo fuera de la barraca, le habló con la tristeza del hombre fatigado que lucha inútilmente contra la desgracia.
Tonet no quería ayudarle, bien lo veía. Era el perezoso de otros tiempos, nacido para pasar la existencia en la taberna. Ahora era un hombre; había ido a la guerra, y su padre no podía levantar sobre él la mano, como en otros tiempos. ¿No quería trabajar…? Bien; él continuaría la obra completamente solo, aunque reventase como un perro, siempre con la esperanza de dejar al morir un pedazo de pan al ingrato que le abandonaba.
Pero lo que no podía ver con calma era que su hijo pasase los días en casa de Cañamèl, frente a su antigua novia. Podía ir si quería a otras tabernas; a todas menos a aquélla.
Tonet protestó con vehemencia al oír esto. ¡Mentiras, todo mentiras! ¡Calumnias de la Samaruca, aquella bestia maligna, cuñada de Cañamèl, que odiaba a Neleta y no reparaba en murmuraciones! Y Tonet decía esto con la energía de la verdad, afirmando por la memoria de su madre no haber tocado un dedo de Neleta ni haberle dicho la menor palabra que recordase su antiguo noviazgo.
El tío Tono sonrió tristemente. Lo creía, no dudaba de sus palabras. Es más: tenía la convicción de que hasta el presente eran calumnias todas las murmuraciones. Pero él conocía la vida. Ahora sólo eran miradas, y mañana, atraídos por el continuo roce, caerían en la deshonra, como consecuencia de este juego peligroso. Neleta siempre le había parecido una casquivana, y no sería ella la que diese ejemplo de prudencia.
Después de esto, el animoso trabajador tomó un acento tan sincero, tan bondadoso, que impresionó a Tonet.
Debía pensar que era el hijo de un hombre honrado, con mala fortuna en sus negocios, pero al cual nadie podía reprochar una mala acción en toda la Albufera.
Neleta tenía marido, y el que busca la mujer ajena une la traición al pecado. Además, Cañamèl era amigo suyo; pasaban el día juntos, jugaban y bebían como compañeros, y engañar a un hombre en estas condiciones era una cobardía, digna de pagarse con un tiro en la cabeza.
El tono del padre se hizo solemne.
Neleta era rica, su hijo pobre, y podían creer que la perseguía como un medio para mantenerse sin trabajar. Esto era lo que le irritaba, lo que convertía su tristeza en cólera.
Antes ver muerto a su hijo, que avergonzarse ante tal deshonra. ¡Tonet! ¡Hijo…! Había que pensar en la familia, en los Palomas, antiguos como el Palmar: raza de trabajadores tan desgraciados como buenos; acribillados de deudas por la mala suerte, pero incapaces de una traición.
Eran hijos del lago, tranquilos en su miseria, y al emprender el último viaje, cuando los llamase Dios, podrían llegar perchando hasta los pies de su trono, mostrándole al Señor, a falta de otros méritos, las manos cubiertas de callos como las bestias, pero el alma limpia de todo crimen».
Cañas y barro
Vicente Blasco Ibáñez
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