«El carruaje se detuvo ante San Antonio de la Florida. Bajó Luis, haciendo seña a su cochero de que esperase. Había entrado a su servicio cuando él vivía aún con Ernestina; era el eterno testigo de sus aventuras; le seguía, fiel y obediente, en todas las correrías de su viudez, pero pensaba con envidia en los pasados tiempos, deseando trasnochar menos.
Buena mañana de primavera; la gente alegre gritaba en los merenderos; pasaban por entre la arboleda, rápidos como pájaros de colores, los encorvados ciclistas con sus camisetas rayadas; por la parte del río sonaban cornetas, y sobre el follaje enjambres de insectos, ebrios de luz, moscardoneaban brillando como chispas de oro. Luis, influido por el sitio, pensaba en Goya y en las duquesas graciosas y atrevidas que, vestidas de majas, venían a sentarse bajo aquellos árboles, con sus galanes de capa de grana y sombrero de medio queso. ¡Aquellos eran buenos tiempos!».
El milagro de San Antonio
La condenada y otros cuentos
Vicente Blasco Ibáñez
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