«La lucha no tenía fin hasta que pasaba algún carretero que enarbolaba el látigo, o salía de las barracas algún viejo, garrote en mano. Los agresores huían, se desbandaban, y, arrepentidos de su hazaña al verse solos, pensaban aterrados, con el fácil cambio de impresiones de la infancia, en aquel pájaro que lo sabía todo y en lo que les guardaba don Joaquín para el día siguiente.
Mientras tanto, los tres hermanos seguían su camino, rascándose las descalabraduras de la lucha.
Una tarde, la pobre mujer de Batiste apeló a gritos a Dios y a los santos viendo el estado en que llegaban sus pequeños.
Aquel día la batalla había sido dura. ¡Ah los bandidos! Los dos mayores estaban magullados; era lo de siempre: no había que hacer caso. Pero el pequeñín, el Obispo, como cariñosamente le llamaba su madre, estaba mojado de pies a cabeza, y lloraba temblando de miedo y de frío.
La feroz pillería lo había arrojado en una acequia de aguas estancadas, y de allí lo sacaron sus hermanos cubierto de légamo nauseabundo.
Teresa lo acostó en su cama al ver que el pobrecito seguía temblando entre sus brazos, agarrándose a su cuello y murmurando con voz semejante a un balido:
—Mare! Mare!...
La madre reanudó sus lamentaciones.
—¡Señor, dadnos paciencia!
Toda aquella gentuza, grandes y chicos, se habían propuesto acabar con la familia.»
La Barraca
Vicente Blasco Ibáñez
José Benlliure Gil para la edición ilustrada de La Barraca
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