sábado, 17 de junio de 2017

El Corpus según Blasco Ibáñez. 20

«La procesión estaba ya en su última parte. Desfilaban los invitados, una avalancha de cabezas calvas o peinadas con exceso de cosmético, una corriente incesante de pecheras combadas y brillantes como corazas, de negros fracs, de condecoraciones anónimas y de un brillo escandaloso, de uniformes de todos los colores y hechuras, desde la casaca y el espadín de nácar del siglo pasado hasta el traje de gala de los oficiales de marina. Los papanatas asombrábanse ante las casacas blancas y las cruces rojas de los caballeros de las órdenes militares, honrados y pacíficos señores, panzudos los más de ellos, que hacían pensar en el aprieto en que se verían si por un misterioso retroceso de los tiempos tuvieran que montar a caballo para combatir a la morisma infiel.

La muchedumbre permanecía embobada. El aparato religioso, las imágenes de plata, los cleros entonando sus himnos a voces solas, las interminables cofradías, no la habían impresionado tanto como este continuo desfile de grandezas humanas; y sus ojos se iban deslumbrados tras las fajas de los generales, las placas que centelleaban como soles, los bordados de caprichoso arabesco, las empuñaduras cinceladas y brillantes y las bandas de moaré que cruzaban los pechos como un arroyo ondeante de colorines.

Arriba, en los balcones, la curiosidad señalaba con el dedo a los personajes conocidos que se mostraban a la luz de los cirios, y las cabezas erguidas de algunos invitados cruzaban saludos con las señoras, sin perder por esto el gesto de gravedad propio de las circunstancias».

Arroz y tartana

Vicente Blasco Ibáñez


La procesión a su paso por el Mercado

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