«Los siglos habían elevado el nivel de la calle, convirtiendo en cueva lóbrega la blanquearía del señor Vicente. La puerta por donde entraban sus abuelos se había empequeñecido por abajo, hasta convertirse poco menos que en una ventana. Cinco escalones descendentes comunicaban la calle con el piso húmedo de la tenería, y en lo alto, junto a un arco ojivo, vestigio de la Valencia medioeval, ondeaban como banderas las pieles puestas a secar, esparciendo el insoportable hedor del curtido. El viejo no envidiaba a los “modernos” en sus despachos de comerciantes ricos. De seguro que se avergonzaban al pasar por su callejón y verle, a la hora del almuerzo, tomando el sol, arremangado de brazos y piernas, mostrando sus flacos miembros tenidos de rojo, con el orgullo de una vejez fuerte que le permitía batallar diariamente con las pieles.
Valencia preparaba las fiestas del centenario de uno de sus santos famosos, y el gremio de los blanquers, como los otros gremios históricos, quería contribuir a ellas. El señor Vicente, con el prestigio de los años, impuso su voluntad a todos los maestros. Los blanquers debían quedar como lo que eran. Todas las glorias de su pasado arrinconadas en la capilla habían de figurar en la procesión. Ya era hora de que saliesen a luz, ¡cordons! Y su mirada, vagando por la capilla, parecía acariciar las reliquias del gremio: los atabales del siglo XVI, grandes como tinajas, que guardaban en sus parches los roncos clamores de la revolucionaria Germania; el gran farolón de madera tallada, arrancado de la popa de una galera; el pendón de la blanquearía, de seda roja, con bordados de un oro verdoso por los siglos».
El último león
Vicente Blasco Ibáñez
Curtidores en uno de los huertos del barrio del Carmen. Años 20
València en blanc i negre
Cortesía de José Navarro Escrich
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