«Tres horas duró el desfile. Cuando el pendón del oficio volvió a la Catedral, comenzaba a anochecer. ¡Plom! ¡Rotoplom! La gloriosa bandera de los blanquers volvía a su casa gremial detrás de los tambores. El arrayan de las calles había desaparecido bajo el paso de la procesión. Ahora el suelo estaba cubierto de gotas de cera, hojas de rosa y chispas de talco. El litúrgico perfume de incienso flotaba en el ambiente. ¡Plom! ¡Rotoplom! Los tambores estaban cansados; los chavales, forzudos portadores de la bandera, jadeaban, sin ganas ya de intentar proezas de equilibrio; los respetables maestros agarrábanse a los cordones del pendón, como si éste les remolcase, quejándose de las botas nuevas y de sus juanetes; pero el león, el fatigado león (¡ah, fiera fanfarrona!), que a veces parecía próximo a tenderse en el suelo, todavía se encabritaba para asustar al paso con un rugido a los matrimonios burgueses que tiraban de una ristra de chiquillos deslumbrados por la procesión.
¡Mentira! ¡Pura fachenda! El señor Vicente sabía cómo se encontraba dentro de sus pieles. Pero a nadie obligan a “hacer” de fiera, y el que se presta a ser león debe serlo hasta el fin.
En su casa, al caer sobre el sofá como un fardo de lanas, le rodearon hijos, nueras y nietos, apresurándose a despojarle de la carátula. Apenas reconocieron su cara, congestionada y roja, que parecía manar agua por todos los surcos de sus arrugas.
Intentaron quitarle las lanas; pero otra cosa le urgía a la fiera, pidiéndola con voz sofocada. Quería beber; se asfixiaba de calor. Inútil fue que la familia protestase, hablando de enfermedades. ¡Cordones! Él necesitaba beber en seguida. ¿Y quién osa resistir a un león enfurecido?...
Le trajeron del café más cercano mantecado en copita azul; un mantecado valenciano, de melosa dulzura e intenso perfume, destilando gotas de zumo blanco de su torcida caperuza.
Pero ¡mantecaditos a un león! ¡Haaam! Se lo tragó de golpe, ¡y como si nada! La sed, el calor, le agobiaban de nuevo, y rugía pidiendo otros refrescos.
La familia, por economía, pensó en la horchata de un cafetín cercano. A ver, que le trajesen un jarro lleno. Y el señor Vicente bebió y bebió, hasta que fue innecesario quitarle las pieles. ¿Para qué? Una pulmonía doble acabó con él en pocas horas. El glorioso y peludo “uniforme” de la familia le sirvió de mortaja.
Así murió el león de los blanquers; el último león de Valencia.
Y es que la horchata resulta mortal para las fieras. ¡Veneno puro!»
El último león
Vicente Blasco Ibáñez
La horchata
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