«La plaza era un mar multicolor de cabezas. Los balcones estaban
adornados con antiguas colgaduras de sólidos colores, las bocacalles
vomitaban sin cesar nuevos grupos en el compacto gentío, y los pájaros
que anidaban en los árboles del Mercado huían ante la granujería que,
montada en las ramas, silbaba y gritaba a los de abajo, con la confianza
del que está en su propia casa. El sol de verano caldeaba la
muchedumbre, por entre la cual paseaban las chiquillas despeinadas y en
chanclas, con el cántaro en la cadera, pregonando el agua fresca, y los
mocetones de brazos hercúleos y arremangados, con pañuelo de seda en la
cabeza, sosteniendo a pulso las pesadas heladoras y ofreciendo a gritos
la horchata y el agua de cebada.
Ya habían sonado las cuatro. En los
balcones abríanse, como flores gigantescas, sombrillas de brillantes
colores, agitábanse grandes abanicos con aleteo de pájaro, y abajo la
muchedumbre removíase inquieta, chocando con las apretadas filas de
sillas que orlaban el arroyo. Sonó un rugido a un extremo de la plaza, e
inmediatamente fue contestado por un griterío general.
--¡Ya están ahí...! ¡ya están ahí!
Y hubo empellones, codazos, remolinos de cabezas, empujando todos al que estaba delante para ver mejor.
A lo lejos, empequeñecida por la distancia, apareció la primera roca, en
torno de la cual, como jinetes liliputienses, hacían caracolear sus
caballos los soldados encargados de abrir paso. Un alegre cascabeleo
dominaba los ruidos de la plaza y las voces enérgicas del postillón en
traje de la huerta, que gritaba «¡ arre ! ¡ arre !» manejando con rara
maestría una docena de ramales.
Las rocas, una tras otra, fueron desfilando por la plaza, produciendo
cada una de ellas una verdadera revolución. Trotaban, arrastrando los
pesados armatostes, las docenas de muías gordas y lustrosas salidas de
las cuadras de los molinos, con los rabos encintados, las cabezas
adornadas con vistosas borlas y entre las orejas tiesos y ondulantes
penachos. Cogidos a sus bridas corrían los criados de los molineros,
atletas de ligera alpargata, despechugados y con los brazos al aire,
que, a la voz de "¡alto!", se colgaban de las cabezadas, haciendo parar
en seco a las briosas bestias. Colgando de las traseras de los
carromatos balanceábanse racimos de chicuelos, que al menor vaivén caían
en la arena, saliendo milagrosamente de entre las patas de los
caballos. En las plataformas iban los de la Lonja, tratantes en trigo,
molineros, gente campechana y amiga del estruendo, que, en mangas de
camisa, botonadura de diamantes y gruesa cadena de oro en el chaleco,
arrojaban a los balcones con la fuerza de proyectiles los ramilletes
húmedos y los cartuchos de confites duros como balas, con más almidón
que azúcar».
Arroz y tartana
Vicente Blasco Ibáñez
Esperando la Procesión del Corpus. Años 50
Todocolección
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