«El viento soplaba fuerte y la barca cabeceaba rudamente sobre las olas de larga y profunda ondulación.
—¡Pae!— gritó Antoñico desde la proa—, ¡un pez grande, mu grande!... ¡Un atún!
Rodaron por la popa las cebollas y el pan, y los dos hombres asomáronse a la borda.
Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo, poderoso, arrastrando casi a flor de agua su negro lomo de terciopelo; el solitario tal vez de que tanto hablaban los pescadores. Flotaba poderosamente, pero con una ligera contracción de su fuerte cola, pasaba de un lado a otro de la barca, y tan pronto se perdía de vista como reaparecía instantáneamente.
Antonio enrojeció de emoción, y apresuradamente echó al mar el aparejo con un anzuelo grueso como un dedo.
Las aguas se enturbiaron y la barca se conmovió, como si alguien con fuerza colosal tirase de ella deteniéndola en su marcha e intentando hacerla zozobrar. La cubierta se bamboleaba como si huyese bajo los pies de los tripulantes, y el mástil crujía a impulsos de la hinchada vela. Pero de pronto el obstáculo cedió, y la barca, dando un salto, volvió a emprender su marcha.
El aparejo, antes rígido y tirante, pendía flojo y desmayado. Tiraron de él y salió a la superficie el anzuelo, pero roto, partido por la mitad, a pesar de su tamaño.
El compadre meneó tristemente la cabeza.
—Antonio, ese animal puede más que nosotros. Que se vaya, y demos gracias porque ha roto el anzuelo. Por poco más vamos al fondo.
—¿Dejarlo?--gritó el patrón—. ¡Un demonio! ¿Sabes cuánto vale esa pieza? No está el tiempo para escrúpulos ni miedos. ¡A él! ¡A él!».
En el mar
La condenada y otros cuentos
Vicente Blasco Ibáñez
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