«Su complexión le lleva a sentir el amor a la Naturaleza con extraordinaria intensidad; aunque siempre escribió en prosa, es un verdadero y altísimo poeta de la vida, un enamorado fervoroso de la tierra, semejante a aquellos sacerdotes de los antiguos cultos que asistían de rodillas al orto del sol. Dueño de una paleta riquísima, los colores del iris le sirven dócilmente y le pertenecen como esclavos; su estilo esplendoroso, ardiente como un mantón filipino, le envuelve bajo el prestigio asiático, hecho de oro y de seda, de un manto real; y a su conjuro, los rincones de la huerta valenciana se rebullen y despiertan, y aparecen a nuestros ojos con toda su cegante luminosidad meridional. Sigamos al maestro en su éxodo desde el lago maravilloso de la Albufera a los bosques de Alcira, aljofarados de oro por las naranjas; desde las ruinas druídicas de Sagunto la heroica a las playas soleadas y rientes del Cabañal; y sentiremos cómo la poesía, simultáneamente enérgica y perezosa, de aquella tierra sultana, nos penetra y concluye enseñoreándose de nuestro ánimo: por todas partes triunfan el amarillo quemante del sol, el azul vigoroso del espacio, el verde esmeralda de la planicie cultivada, inmensa y prolífica; y aquí y allá, rompiendo la monotonía griega de este acorde magnífico, la belleza árabe de las palmeras litúrgicas, implorantes como sacerdotes en oración, abriendo desmayadamente sus ramas en un gesto de inconsolable dolor; y las barracas enjalbegadas de blanco, con sus techumbres puntiagudas defendidas por una cruz. Y, finalmente, las noches valencianas, noches diáfanas, en las que las olas empenachadas de espuma sonríen misteriosamente bajo la luna con sonrisa de plata, y en que el cielo, bañado en la serenidad lívida de la luz astral, parece más alto...»
Mis contemporáneos
Eduardo Zamacois
Barraca valenciana
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