«La madre la seguía sin verla desde la cama, para hacerle toda clase de indicaciones. Podía llevarse las sobras de la cena; con esto y tres sardinas que encontraría en el vasar tenía bastante. Cuidado con romper la cazuela, como el otro día. ¡Ah! Y que no olvidase comprar hilo, agujas y unas alpargatas para el pequeño. ¡Criatura más destrozona!... En el cajón de la mesita encontraría el dinero.
Y mientras la madre daba una vuelta en la cama, dulcemente acariciada por el calor del estudi, proponiéndose dormir media hora más junto al enorme Batiste, que roncaba sonoramente, Roseta seguía sus evoluciones».
La barraca
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