«La fiesta del santo popular verificábase con el aparato de costumbre.
En los puntos más céntricos de la ciudad habíanse levantado los
«altares», enormes fábricas de madera y cartompiedra que llegaban a los
tejados, con decoración gótica o corintia, erizados de mecheros de gas, y
en su parte media la repisa, en la que se ostentaba el diplomático de
Caspe con su hábito de dominico y un dedo en alto entre cirios y flores.
Abajo, la plataforma del escenario, donde se representaban los milacres,
piezas dramáticas, cándidas y sencillas como sus versos lemosines, cuyo
argumento, girando en torno del mismo punto, trata siempre de las
querellas feudales entre Centelles y Vilaraguts, de la conversión de los
moros de Granada o de alguna treta de los impíos contra el elocuente
apóstol, todo sazonado al final con el necesario milagro del santo y el
correspondiente sermón en endecasílabos.

La multitud agolpábase ante los altares para oír mejor a los actores,
granujillas del barrio, roncos de tanto vocear los versos, orondos en
sus trajes de ropería; orgullosos de lucir el bonete con pluma y tirar
de la espada cuando lo requería el _milacre_; y era de ver la atención
con que escuchaba la predicación de San Vicente, representado siempre
por un muchacho paliducho, pedante y melancólico, y las carcajadas con
que celebraba las majaderías del motilón, personaje bufo que pasaba el
tiempo tragando pan, sorbiendo rapé, sonándose las narices en un pañuelo
como una sábana y agujereado como una criba, y diciendo estupideces
subidas de color, todo para mayor edificación de los devotos del santo.
Un mar de cabezas agitábase ante aquellas plataformas que recordaban el
teatro primitivo, lo mismo el tablado de Esquilo que la carreta de Lope
de Rueda.

Entre una y otra representación tocaban las músicas alegres polcas, y la
granujería de siempre, agarrada de un modo repugnante, improvisaba
academias de baile en las aceras, chocando muchas veces contra las mesas
donde las buenas mozas de vestido almidonado, pañuelo de seda y cara
bravia vendían garbanzos tostados, orejones y ciruelas pasas.
En la plaza de la Constitución vio a don Eugenio, que miraba de lejos el
milacre, apoyado en el viejo bastón y mostrando su carita de pascua por
el embozo de su capa azul, que no abandonaba hasta bien entrado el
verano».
Arroz y tartana
Vicente Blasco Ibáñez