«La gente se agolpaba en el lugar del encuentro: una encrucijada de la calle de San Antonio, frente a los azulejos que marcaban con extrañas figuras las estaciones del Calvario. Allí se aglomeraban, empujándose por colocarse en primera fila, las inquietas pescaderas, rudas, agresivas, envueltas en sus mantones de cuadros y con el pañuelo sobre los ojos.
Avanzaban en opuesta dirección las dos procesiones, moderando su paso,
deteniéndose, calculando la distancia para llegar á la vez al lugar del
encuentro.
La morada túnica de Jesús centelleaba con los primeros rayos de sol por
encima del bosque de plumajes, cascos y espadones en alto, que la luz
erizaba de deslumbrantes reflejos, y por el otro lado avanzaba la
Virgen, contoneándose al compás del paso de sus portadores, vestida de
negro terciopelo y cubierta con una gasa fúnebre, al través de la cual
brillaban sobre el rostro de cera las lágrimas, para las cuales llevaba
sin duda en las inmóviles manos un pañuelo rizado y encañonado.
Ella era la que atraía la atención de las mujeres. Muchas lloraban. ¡Ay,
reina y soberana! Aquel encuentro partía el alma. ¡Ver una madre a su
hijo en tal estado! Era lo mismo (aunque la comparación fuese mala) que
si ellas encontraran a sus chicos, tan buenos y honradotes, camino del
presidio.
Y las pescaderas seguían gimoteando ante la madre dolorosa, lo que no
les impedía fijarse en si llevaba algún adorno más que el año anterior.
Llegó el instante del encuentro.
Cesaron los tambores en sus destemplados redobles; apagaron las
trompetas sus lamentables alaridos; callaron las fúnebres músicas;
quedáronse las dos imágenes inmóviles frente a frente y sonó una
vocecita quejumbrosa cantando con monótono ritmo unas cancioncillas, en
las que se describía lo conmovedor del encuentro.
Subieron y bajaron las imágenes, lo que equivalía para la gente a
dolorosos y desesperados saludos que se dirigían la madre y el hijo; y
mientras se verificaban estas ceremonias y cantaba sus coplas el tío
Grancha, Dolores no quitaba los ojos del judío esbelto y arrogante que
contrastaba con su capitán patizambo».
La gente oía embobada al tío Grancha, un viejo velluter que todos los
años venía de Valencia a cantar por entusiasmo piadoso en aquella
fiesta. ¡Qué voz! Sus quejidos partían el corazón, y por esto, cuando
los bebedores de la inmediata taberna de Chulla reían demasiado fuerte,
estallaba una protesta general en la silenciosa muchedumbre, y los
devotos clamaban indignados:
-¡Calleu ... recordons!
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