«La comida se animaba. Estaban ya limpias las paellas: ahora entraban los primores de la tía Pascuala, y la gente acometía los pollos asados y rellenos, las fuentes enormes de lomo con tomate, toda la cocina indígena, sólida y pesada, que desaparecía en las fauces siempre abiertas de aquellos glotones.
Los graciosos alegraban la comida. El cura declaraba que ya no podía más, y el notario pellizcábale el tirante abdomen, buscando un huequecito para convencerle de que debía llenarlo. Algunos comenzaban a estar alumbrados, y con lenguas estropajosas les decían a los novios cosas que hacían guiñar los ojillos al tío Sento y enrojecer a Marieta».
La cencerrada
Cuentos valencianos
Vicente Blasco Ibáñez
Comida en la huerta
Todocolección
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