«Toda la familia de doña Manuela se entusiasmó con el aspecto de la falla. Había que avisar a las amigas. Por la tarde tendrían música en la plaza; y la rumbosa viuda pensaba ya con placer en el «brillante» aspecto que presentaría su salón, bailando las niñas y sus amiguitas, mientras las mamas pasarían al comedor a tomar un chocolate digno del esplendor de la familia.
La casa de doña Manuela llamó la atención por la tarde casi tanto como
la falla. Entre las banderolas nacionales de los balcones asomaban una
docena de airosos cuerpos y graciosas cabezas, elegante escuadrón de
muchachas, que, cogiéndose de la cintura, jugueteando o riendo, miraban
al gentío que rebullía abajo.
Un olor punzante de aceite frito impregnaba el ambiente. El fogón de la
buñolería era un pebetero de la peor especie, que perfumaba de grasa
toda la plazuela, irritando pegajosamente los olfatos y las gargantas.
En la puerta del cafetín amontonábase la granujería, siguiendo con
mirada ávida el voltear de los trozos de pasta entre las burbujas del
aceite, y dentro del establecimiento, los hombres, formando corrillos
ante el mostrador, hablaban a gritos o se impacientaban al ver que el
cafetinero, según propia afirmación, no tenía bastantes manos para
servir a todos».
Arroz y tartana
Vicente Blasco Ibáñez
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