«Las lenguas de fuego comenzaban a salir del interior de la falla, lamiendo la ropa de los monigotes.
-¡Bravooo...! ¡Vítooor!
Nadie pensaba que aquello era madera y cartón. El entusiasmo les hacía
feroces; creían que era el mismo gobierno lo que quemaban al son de la
Marsellesa , y los industriales soñaban despiertos en la rebaja de la
contribución; los de las blusas blancas en la supresión de los Consumos y
el impuesto sobre el vino, y las mujeres, enternecidas y casi llorosas,
en que acabarían para siempre las quintas.
La hoguera crecía rápidamente. Las inquietas llamas, moviéndose de un
lado para otro, agitaban como abanicos los faldones del frac, los bajos
de blanca muselina y las cintas de raso de los bebés. El fuego
jugueteaba como una fiera con sus víctimas antes de devorarlas. De
repente, hizo presa en aquellos adornos, y en un segundo los devoró,
escupiéndolos después como negras pavesas, que revoloteaban sobre las
cabezas de la muchedumbre. Los monigotes, firmes y en pie, ardían como
grandes antorchas con un inquieto plumaje de llamas. Andresito recordaba
los cristianos embreados que iluminaban con sus cuerpos el camino de
Nerón.
Había llegado la hora de destruir, de ayudar al incendio, y los
organizadores de la falla con pesados puntales, golpeaban el armazón de
los bastidores o daban tremendos palos a los ardientes monigotes para
que cayeran en el rojo cráter.
La muchedumbre, legítima descendiente del pueblo que dos siglos antes
presenciaba los autos de fe, aplaudía con gozosa ferocidad la caída de
los monigotes en la hoguera. Cada vez que, volteando en el aire sus
piernas y sus brazos chamuscados, se zambullía uno en las llamas, oíanse
risas y berridos».
Arroz y tartana
Vicente Blasco Ibáñez
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